Cuando el metro rompía las barreras (XIV)

Publicado : 26 noviembre, 2025

Categoria : Cultura, De interés, Destacados

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Este texto forma parte de la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas, una propuesta del periodista Pedro García Otero para reencontrarnos con la ciudad.

Por: Pedro García Otero
Foto: Fundación Arquitectura y Ciudad

En el artículo anterior, sobre el Gran Café, hacíamos un retrato de lo que era, fundamentalmente, la Caracas de los 70, donde se grababan hasta películas con Jean Paul Belmondo. Los ruidosos 80 llegaron con Sabana Grande convertido en un campo de batalla a lo largo de tres tortuosos años de obras del Metro de Caracas, y tras terminarse, en el proyecto de renovación urbana más ambicioso que ha tenido esta ciudad. 

Lo que significaron en su momento tanto el Metro de Caracas como el bulevar de Sabana Grande es difícil de asimilar hoy. En su momento, el Metro, que fue criticado como “símbolo de la Venezuela Saudita” (hace 40 años, en la mayoría de las ciudades en las que por fortuna había un metro, este no solía tener aire acondicionado), produjo un impacto, como es obvio, en el transporte ciudadano, pero mucho más en el sentimiento general de lo que éramos como caraqueños. 

Y no me voy a referir a la “cultura metro”, que ya de por sí daría para un trabajo aparte, tanto recordándola como lamentando su pérdida, sino al impacto que tuvo como rompedora de barreras, especialmente mentales. Ese fue su impacto más profundo, y tenía su epicentro, justamente, en el bulevar de Sabana Grande. 

Por primera vez, los caraqueños del este y los del oeste teníamos un lugar en el que confluir e intercambiar experiencias. Muchos caraqueños del este visitaron Catia por primera vez, y los del oeste hicieron lo propio con Altamira o La Carlota; también por primera vez, viajar era barato, cómodo, y en lapsos ciertos, sin interferencias de la infernal cola que siempre azotaba a Caracas, con sus 15 kilómetros por hora de velocidad promedio.

Pero el intercambio fundamental se hacía en el bulevar; hasta ese momento, el centro de la ciudad era nuestro centro de toda la vida. Solo con el metro, comenzó a considerarse a Plaza Venezuela como el centro de Caracas, esa suerte de no mans’ land equidistante entre plaza Sucre y Petare. 

Y eso, que pasaba en Sabana Grande, se complementaba en la plaza de Los Museos y sus alrededores, que también comenzaban a disfrutar de los espacios del Teatro Teresa Carreño, también inaugurado como parte de la conmemoración del bicentenario del natalicio de Simón Bolívar. 

El Ateneo de Caracas, centro cultural, y el bulevar, centro urbano, quedaban muy cerca ahora, apenas a dos estaciones de metro de distancia, y disponibles para los caraqueños de Palo Verde y Propatria, por mencionar los dos extremos de la línea 1; y poco después, también para los de Antímano.

La vida entre esos dos polos caraqueños (especialmente la vida nocturna) era una locura, con la oferta teatral y musical del Teresa Carreño y la vida de Sabana Grande, donde, durante mucho tiempo, convivieron grandes tribus urbanas, casi todas proscritas. “Punketos” y “rockeros” en los extremos, y el ambiente LGBT en la zona central, entre buhoneros, policías encubiertos y artistas callejeros. La salsa omnipresente de El Maní es Así y los restaurantes españoles de la Solano y chinos de Chacaíto. Un microcosmos que hablaba de nuestra diversidad, en todos los sentidos posibles de la palabra. 

Con el tiempo, como todo, el bulevar ha sufrido maltratos diversos. El peor, el ser tomado por olas y reflujos de trabajadores informales (ahora estamos en un momento “ola”). El achatamiento de su oferta comercial, y el deterioro de su mobiliario urbano. Pero nada quita que en algún momento, esas mil facetas de la caraqueñidad vuelvan a converger en  uno de los espacios más queridos, odiados o incomprendidos de la ciudad, dependiendo de en qué lado quieras participar. 

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