Este texto forma parte de la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas, una propuesta del periodista Pedro García Otero para reencontrarnos con la ciudad.
Por: Pedro García Otero
Andrés Cardinale, un querido amigo que nos dejó hace poco y a destiempo, decía que él no era caraqueño, sino “belmontesanés”, un gentilicio que sólo existía en su corazón, lleno de amor por su barrio, por Bello Monte, en el que transcurrió su existencia de la cuna a la tumba.
Descendiente -casi sobra decirlo- de italianos, hubiera merecido vivir más años en esas calles que limitan con el río Guaire y esa cicatriz llamada ahora autopista Guaicaipuro Rey de Reyes, que pica la ciudad por la mitad; y la colina arriba en la que se ubica esa urbanización, y que constituían, a todo efecto, su patria chica.
Pero más allá de Andrés, como caraqueño, creo que Bello Monte es uno de los mejores proyectos de vida que ofrece la ciudad para quienes quieren arraigo. ¿Qué lo hace tan bello, valga la redundancia, para Andrés y casi todos mis paisanos?
Su encanto, como el de casi toda Caracas, es esquivo a primera vista, no es especialmente bonita, quizás podemos decir que su arquitectura lo es. Su cuadrícula urbana la hace caminable, sus cuestas (al menos en la parte del valle) no son tan empinadas, tiene una atractiva vida comercial, y, en los últimos tiempos, ha recuperado lo que siempre fue una interesante oferta gastronómica y nocturna.
Pero sus aceras no son diferentes a las del resto de la ciudad, es decir, generalmente malas para caminar; intervenidas por desniveles, huecos, postes, quioscos, materos y cualquier otro tipo de obstáculos, y no especialmente anchas; y aunque tiene árboles, no tiene el arbolado urbano de, por poner un ejemplo, Sebucán.
También puede ser excesivamente ruidosa y transitada en ocasiones. Muchos vecinos, por ejemplo, se quejan constantemente de la conformación de uno de los circuitos de vida nocturna más activos de la ciudad, que tiene como epicentro a la Concha Acústica. “Nos vemos en la concha” puede ser uno de los eslóganes caraqueños más exitosos de los últimos tiempos; pero para los residentes en sus alrededores significa perpetua intranquilidad los sábados y los domingos.
Por lo demás, nada diferente de lo que viven la mayoría de las ciudades con sus grandes recintos, sean deportivos o culturales, bástese ver lo que está pasando en Madrid, en este mismo momento, con el estadio Santiago Bernabéu.
A Bello Monte su encanto se lo da su fusión de esa italianidad que llegó a Caracas en los años 50, esa identidad definida desde el país de la bota, pero bien mezclada con lo que somos los venezolanos.
Tiene calles con nombres de músicos y de poetas en una ciudad de toponimias marciales (nada me gustaría más que poder vivir en una calle llamada “Beethoven” o “Miguel Ángel”, por ejemplo).
Tiene esos cafecitos, esas panaderías, hasta ese edificio feo que parece que estuviera partido por la mitad y que se construyó muchos años antes del terremoto del 67, casi como una premonición del último gran terremoto.
Tiene al Club Táchira, y su imponente cúpula que da acceso a la mejor vista sobre Caracas que pueda existir, un orgullo para esta ciudad; y tiene, por supuesto, la sede de Ciudad Banesco, un edificio con su propia historia: para los más viejos del lugar fue “Sears”, y para los que entran a la senectud fue “Maxys”, y para los jóvenes, naturalmente, es la sede de este banco que tan generosamente me cede su espacio web para hablar de las cosas queridas de la tierra de los toromaimas.
Lo más bonito de Bello Monte es la posibilidad concreta de hacer una vida a pie, y eso, en una ciudad obsesionada con los carros, es, sin duda, una gran ventaja. Junto con Los Chaguaramos y Santa Mónica conforma un sur de la ciudad con continuidad urbana y comercial. Y se parece mucho a la Caracas posible, con un toque europeo que no deja de ser caribeño.
Ojalá que su auge de estos años permanezca y más caraqueños podamos acercarnos, cada fin de semana, a disfrutar de un rato en sus locales y espacios públicos, y a sacarnos una foto con Mafalda. Al fin y al cabo, es lo menos a lo que un citadino puede aspirar. Que no todos podemos ser “belmontesaneses”, pero no está de más intentarlo, querido Andrés.