Aglaia Berlutti: «La fotografía es mi último refugio»

«La fotografía es mi último refugio» es uno de los textos del libro Nuevo país de la fotografía de la colección Los rostros del futuro, concebida y producida por Banesco Banco Universal y ArtesanoGroup. Su compilador fue Antonio López Ortega. Si quieres leer más sobre este libro, descárgalo gratis en la Biblioteca Digital Banesco.
Por Armando Coll 

La hija única vivía con su abuela. No hacía mucho regresaba a Venezuela, tras una temporada de cuatro años, los que contaba ella, en varios lugares de Europa, única y de la mano siempre de mamá. Solitaria por nacimiento, la circunstancia afinó la vocación por el ensimismamiento: estado propicio a la introspección; luego, la escritura: «La fotografía y la escritura son dos tipos de imágenes. Lo que escribo no lo imagino con palabras, lo veo. Veo los personajes y lo que hacen, como si fuese Dios. A veces me quedo viendo a la nada y la gente pensará que tengo una tara. Y es que estoy viendo lo que voy a escribir. Y cuando ese mundo, esa imagen está estructurada, entonces llegan las palabras», deja saber Aglaia Berlutti, fotógrafa y escritora o viceversa. 

Nació en Caracas, pero no mucho después del primer grito estaba con mamá en casa de parientes lejanos de Italia, Francia, España. Iniciaba la década de los ochenta: «Mi papá y mi mamá eran primos lejanos. Se conocieron y se volvieron locos el uno por el otro. La familia se les vino encima con el cuento de que no debían tener esa relación. Pero, obviamente, no hicieron caso. Para ellos era el romance del siglo, pero no se casaron. Mi madre es una hippie reformada, y mi padre compartía ese ideal del amor libre, etc. Querían ser libres», continúa el relato Aglaia. 

Y como suele pasar con los amores demasiado idealizados, un buen día se rompen como una pompa de jabón y de repente: «El día que yo nací, llegó la mejor amiga de mi mamá con un muchachito. Resulta que mi papá le había estado montando cachos todo aquel tiempo. Eso fue un choque tan brutal para la identidad y el ego de mi mamá, que no se le ocurrió una cosa mejor que romper con todo. Ella siempre me dijo que fue como si se le hubiese roto la vida. Tenía veintitrés años y se acababa de graduar en la universidad. Vendió todo y se fue conmigo cuatro años a Europa». 

Cualquiera pondría relato tan desnudo en una voz tajante, grave, tal vez adolorida en su registro bajo. Pero no; Aglaia lo cuenta como si se tratara de la vida de otra, con su voz dulce de tesitura entre media y alta.

«Ese tiempo lo conservo como una historia que me contaron. Era muy pequeña y si acaso hay algún remanente de esa temporada en la que vivimos con la familia en Italia, en España y en Francia. De vez en cuando tengo sueños que yo relaciono con ese olvido y alguna vez escribí sobre eso», concluye sobre esa ida y vuelta.

La madre, Sandra, no tardó mucho en convertirse en una ejecutiva de corporaciones grandes, en el área de finanzas y recursos humanos: «Es gerente de Recursos Humanos de una corporación desde hace muchos años, antes estuvo en Pepsico. Obviamente, no había mucho tiempo para mí. Entonces, mi abuela fue la que se ocupó básicamente de mi educación. Y ella tenía temperamento artístico. No había tenido educación formal, pero sí que era muy artística. Yo diría que estaba obsesionada con las artes. Y me prohibía ciertas cosas que consideraba vulgares, algunos programas de televisión: “No veas Candy, Candy, porque eso es un culebrón y eso te va a llenar de moho la mente”. Y fue mi abuela la que vio en la cámara de fotografía otra forma de comunicación para mí. Ya yo escribía, reseñitas de lo que me pasaba en el día, y así». Y cuando la niña tenía unos diez años tuvo entre sus manos la primera cámara, la Kodak que le regaló la abuela, con quien vivía en el apartamento de El Paraíso, donde aún reside, su herencia.

«Empecé a fotografiar por mero impulso. Siempre tuve la aptitud y la posibilidad de escribir o hacer fotografías porque en mi casa hubo siempre una inclinación hacia lo artístico. Y de fotografiar y fotografiar, comencé a fotografiar».

«Tenía un grave problema con mi propia imagen. Cuando me inscriben en el Colegio San José de Tarbes, me hacen un examen que llamaban de asimilación. Y de primer grado me pasaron a tercero, que es lo peor que le pueden hacer a una niña. En la niñez, cuando una es la más pequeña, la diferencia con las demás es muy grande. Entonces, cuando todas estaban pendientes de los muchachos y ya tenían sus habitaciones de mujer, yo estaba era sacándome fotos. Salí del colegio a los quince años».

La imagen primigenia

El padre de Aglaia vino de Italia, como deja adivinar el apellido. La familia materna llegó de las Islas Canarias. La abuela con la que vivió era de origen belga. Pero aquí vivieron en Barinas, Villa de Cura, Maracay, sabe Aglaia por tradición oral: «Llegaron a Caracas, cuando era un descampado, y compraron una finca en Antímano, cuando Antímano era como Guatire, más campo que ciudad. Cuando quitaron el tren, mi abuela siempre me contaba, se mudaron a El Cafetal».

«Ahí estaba yo muy lejos del colegio donde mi mamá quería que estudiara. Pensaba que la mejor educación que podía recibir era en un colegio religioso, para asegurarme el cupo en la universidad. Ella pensaba así, paradójicamente. Entonces mi abuela se mudó a este apartamento en El Paraíso, precisamente para que me quedara cerca del colegio de monjas, para que no tuviera que estar interna, ni el trauma de pararme a las cinco o llegar siempre tarde».

«Cuando tenía como trece o catorce años dije que quería estudiar fotografía. La única escuela que existía era la de Roberto Mata y era una considerable inversión. Y mamá me dijo: “No te voy a pagar algo para que sea tu hobbie”. Entonces me fui a la Biblioteca Nacional. Y ahí encontré gran cantidad de libros de fotografía. Y fui aprendiendo así, leyendo, practicando. Pero no fue que un día dije: “¡Voy a ser fotógrafa!”. Me costó mucho tiempo reconocerme como fotógrafa. Y me dio por fotografiarme a mí misma, porque no tenía otra cosa. Puedo entender a Frida Khalo, porque ella decía que se autorretrataba porque era el único objeto que conocía».

Como la gran pintora mexicana, Aglaia no tenía otro objeto en el campo de visión mental que a sí misma. Aquella se representaba hasta los huesos y las prótesis, la fotógrafa venezolana se explora a través del click, una y otra vez.

«De la Kodak pasé a una Canon FM, que después tuve que vender por apuros económicos. Con esa Canon aprendí sola y a usar la bolita (el mando a distancia). Seguí fotografiándome a mí misma. De pequeña, me hacía autorretratos y llevaba los negativos a Farmatodo para revelarlos y que me las imprimieran. Y eso era todo». 

Así era la vida de una adolescente que se hacía fotografías.

La fotografía, la salvación 

«Crecí frente a la cámara» resume el abordaje del arte fotográfico de Aglaia. «Así como otros escriben un diario, yo hacía un click. Esas fotos de cuando era niña las tengo en negativo, pero yo no perseguía ningún propósito artístico». 

«Entré a la Universidad Católica Andrés Bello y estudié Derecho. Y luego de terminar Derecho, estudié Letras. Se entiende que lo de estudiar abogacía fue inducido por mi madre. No tengo una relación fácil con ella, pero ya sabes lo importante que es la madre en las decisiones que una toma».

«Odio el Derecho. Lo ejercí seis meses de pasante en Baker & McKenzie que fueron suficientes para saber que era una vida que no iba a soportar. Desde luego que cuando se lo anuncié a Sandra (la madre) me preguntó qué iba a hacer entonces y le respondí que iba a estudiar Letras y me dijo: “Esta vez te lo pagas tú”. Lo hice trabajando en editoriales. Los amigos de mi mamá, que son lo máximo, me daban trabajo en sus oficinas: fui secretaria, fui asistente. Un amigo de mi madre, Franklin López, cirujano plástico, se apiadó de mí, me daba trabajo en su consultorio. Me gané varias becas. Hice todo lo posible hasta que culminé la carrera. Soy un proyecto inacabado de mi mamá», dice con dulce sorna, pero se torna grave al extenderse sobre la metáfora: «Por eso cargué por mucho tiempo con la sensación de que yo era inadecuada para todo. Y la fotografía me salvó de ese complejo porque seguía como cuando era niña, nerviosa y con miedo. Aún hoy, sufro de miedo y tengo pensamientos catastrofistas, y la fotografía impide que me hunda en el horror».

«Hay momentos en que prefiero la escritura para expresarme, por ejemplo, sobre la violencia de los últimos años, sobre lo que pasa allá afuera y se desborda hacia aquí adentro, porque quiero mantener la fotografía como lo que siempre ha sido en mi vida: mi último refugio».

Todas las mujeres

La vocación artística de Aglaia Berlutti se maceraba lentamente y en el secreto de la soledad, como un mosto que aguarda en la penumbra de la bodega el mejor momento. Para ella su singular relación con la cámara era de una intimidad absoluta; una experiencia crucial que le concernía solo a ella y así fue tanteando hasta encontrar el mapa estético de su existencia. La ruptura con el ejercicio del Derecho fue el punto de giro: «Fue la época en que mi trabajo fotográfico se encaminó hacia lo que es hoy. La depresión y la frustración, ante algo que no me pertenecía, me hacía ver todo muy oscuro».

«El autorretrato es el espejo en el que me miro, donde me amo, me odio. Escribir, en cambio, es un oficio. Cuando escribo tengo mayor control, escribo lo que quiero conscientemente, me puedo ocultar, me pongo las máscaras que quiera».

«Cuando me fotografío, todas las mujeres que están dentro de mí salen. Y todas esas mujeres frustradas, corroídas, destruidas, pero a veces también las mujeres felices, salen. Digamos que he creado toda una población femenina a través de la fotografía. Es una mirada muy fuerte, descarnada, de lo que soy, de lo que aspiro y quiero ser».

Es desde hace unos pocos años que su quehacer solitario ha trascendido a un público en la web y contadas exhibiciones. Pero el proceso sigue fiel al encierro o al descubrimiento interior, ese mundo inagotable del alma y que pueblan todas las mujeres posibles: «Ahora estoy obsesionada con la regencia francesa. Tengo sueños que semejan episodios tal vez en Versalles. Antes de hacer una fotografía paso varios días boceteando. He estado boceteando y visionando lo que quiero lograr hasta seis meses. Para mí lo más importante es que la fotografía tiene que estar viva», comenta su trabajo, Aglaia. Con la afirmación «tiene que estar viva», tal vez matice ciertas certezas teóricas heredadas de Roland Barthes, para quien la fotografía tiene el límite de que solo reproduce lo que ha tenido lugar una sola vez. Pero, ¿si sigue viva cómo estará encerrada en el instante del click? ¿Sigue viva, pese a esa esencia de lo irrepetible, del «así era»?

Aglaia muestra las impresiones de sus fotos; una mujer tras otra y la modelo la misma que las contiene a todas. Esa, la vida de sus fotos, su vida, no la de lo otro o de los otros. Uno de los autorretratos habla de los sueños versallescos. Irreconocible, aparece la autora cual cortesana de Luis XV. Pero, por sofisticada que parezca la puesta en escena de un plano medio corto, la fotógrafa insiste en que siempre emplea los mínimos recursos. Lo demás lo pone la investigación y la imaginación; finalmente, el saber hacer.

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