Este texto forma parte de la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas, una propuesta del periodista Pedro García Otero para reencontrarnos con la ciudad.
Por Pedro García Otero
No hay un solo balancín en ella, ni evidencia de que lo albergue en su subsuelo, pero la Caracas que conocemos hoy es hija, sin duda, del petróleo, como lo es toda Venezuela; en nuestra ciudad se pueden ver, casi al calco con la época de su construcción, los ires y venires de los innumerables y siempre intermitentes ciclos de prosperidad y depresión, atados a las cotizaciones de las bolsas en Nueva York y Londres.
Si uno quita las manzanas del casco histórico, y poco más (quizás El Calvario y el casco colonial de Petare) la Caracas que conocemos hoy es un constructo del siglo XX, a toda prisa, siempre contra el tiempo y siempre con un propósito casi único en la cabeza: el de albergar cada vez más gente. De El Silencio a la Misión Vivienda, Caracas sigue llenándose de personas, de fuera o de dentro, y las administraciones se ven desbordadas por la necesidad de darles albergue.
Más allá del propio hecho de que los llamados en algún tiempo “cinturones de miseria” y hoy zonas consolidadas como los extremos este, oeste, sur y suroeste de la capital (representados en los gigantescos barrios ubicados en Catia, Petare, El Valle-Coche y Antímano) son en sí mismos hijos de la centralización y del abandono de la provincia con el boom petrolero, hay un eje muy claro de pensamiento que llevó a quienes planificaron (o no) Caracas tuvieran en mente el desplazamiento (vialidad), los servicios básicos (agua-electricidad) y el desarrollo de grandes complejos de vivienda.
Así, el primer gran hecho urbano de la Caracas del siglo XX es El Paraíso, que representa el auge de la primera burguesía gomecista; y el segundo, sin duda alguna, y ya en plan, como mínimo, predemocrático, es la urbanización El Silencio, y una década después su vecina, la gigantesca, incluso para los estándares actuales, urbanización 23 de Enero.
Aunque muy diferentes en su concepción y desarrollo, ambas reflejan muy bien el espíritu de su tiempo. La Caracas de El Silencio, con sus amplios edificios de cinco pisos, y sus hermosos soportales (un ejemplo de arquitectura para el Caribe, sin duda) respondían a una Caracas de menos de 400 mil habitantes, en los que la vida transcurría sosegada.
Menos de dos décadas después, el 23 de Enero, como Simón Rodríguez, o posteriormente Caricuao, son el intento de responder a una ciudad que había quintuplicado su población para casi llegar a 2 millones de personas; en los 70 el número habría vuelto prácticamente a duplicarse, y a él responden, a su vez, horrores arquitectónicos prefabricados, de 20 pisos de altura o más, que hoy se reparten por todo el centro y buena parte del este de la ciudad.
Cada ola de gente que vino, de dentro y de fuera, dejó su impronta en la cultura urbana de los caraqueños. En barriadas como Petare o Los Erasos (San Bernardino) aún puede escucharse el áspero tono del barloventeño; la propia San Bernardino es hija de la inmigración judía de la II Guerra Mundial y sus épocas posteriores, en la avenida Victoria la inmigración italiana dejó una profunda huella, y en Catia y Sabana Grande aún quedan las huellas de colombianos, árabes y sudamericanos que llegaron entre los 60 y los 70 del siglo pasado.
Eso, hablando de los períodos de bonanza petrolera. Los períodos de crisis, que a partir de la década de los 80 han dejado también una profunda huella, se reflejan en la desinversión urbana en vialidad, transporte público o servicios básicos; en las invasiones de terrenos de más reciente data; en nuestras fachadas destartaladas o en la sempiterna crisis de recogida de desechos sólidos.
O también, en cadáveres urbanos como el Helicoide o la Torre Confinanzas, que parecen hechos a la medida de una ciudad que se envaneció demasiado, demasiado pronto y demasiado rápido, y soñó, sin mucho asidero en la realidad, con convertirse en una Nueva York o una Los Ángeles (a la que se parece mucho más) caribeña, y que terminó estrellándose contra los vaivenes del mercado petrolero, y que hoy es, justamente, una contradicción ambulante, hija de esos vaivenes y de nuestra forma de hacer las cosas, siempre pensando poco y esperando que salgan bien de alguna manera inesperada.
En ese sentido, el del realismo mágico, pocas ciudades son tan caribeñas como esta Caracas hecha de verde, de luz, de rascacielos, autopistas y ranchos, y también, por supuesto y por sobre todas las cosas, del dinero extraído del negro mene, excremento del diablo.