María Virginia Pineda: «El arte es discernimiento”

«El arte es discernimiento” es una de las 25 entrevistas a jóvenes artistas que forman parte del libro Nuevo país de las artes, la tercera entrega de la colección Los rostros del futuro. En el Día del Artista Plástico te invitamos a leer este libro que está disponible para su descarga gratuita en la Biblioteca Digital Banesco.
Por Lucía Jiménez
Fotos Ricardo Jiménez

Nacida en Mérida, en 1980, cursó una carrera técnica en Minería en el Instituto Tecnológico de Ejido (IUTE). Vive en Caracas desde 2005 y en 2011 se graduó en la Universidad Nacional Experimental de las Artes (UNEARTE) como licenciada en Artes Plásticas. Su nombre destaca en la pintura contemporánea por el uso abstracto del lenguaje en su obra: un llamado a las emociones más primarias. 

María Virginia llegó a Caracas en diciembre de 2004. En Mérida dejó atrás todo, incluso las pinturas que alguna vez disfrutó hacer de niña. Venía a perseguir la carrera de Geología, luego de haberse graduado de TSU en Minería. «Siempre supe que no quería un trabajo que me encerrara. Quería estar afuera, a la intemperie.» Mujer de espacios abiertos, la capital le resultó arrolladora. Se encontró con una ciudad cruel, frenéticamente cerrada, casi impenetrable. En un abrir y cerrar de ojos, cambiaría sus planes. Sería una artista.

Volvió la mirada sobre algo que había dejado atrás: la pintura. Armó un portafolio en el que jugaba con plantillas y formas geométricas que exploraban los colores. «Mis primeros bocetos todavía eran muy ingenuos, porque todavía estaba buscando lo que quería hacer.» Con ellos se presentó al entonces Instituto Armando Reverón, y a partir de allí comenzó sus estudios en seminarios exploratorios con profesores como Víctor Hugo Irazábal, Luis Lizardo y María Eugenia Arria. 

Casi trece años más tarde, la ciudad se le sigue mostrando dura, pero ya le ha tomado el ritmo. Desde la terraza de su casa, disfruta de un Ávila imponente en medio de un oasis ensamblado con plantas. Cuando la pintura se convirtió en su profesión, la horticultura se le hizo un hobby. Cuida con ternura de sus flores y de algunos bonsáis. Abajo, en un segundo piso hecho apartamento, conviven ella y su esposo Narciso. Sus dos perros, «mis hijos», se llaman Mili y Simba. 

María Virginia tiene la tez blanca llena de pecas. La peineta con que se recoge el cabello deja escapar un flequillo sobre el rostro. Sonríe con frecuencia. Exhuma una dulzura sencilla, elegante. El único adorno que lleva son sus aretes. Habla con todo su cuerpo. Se le nota todavía el acento andino cuando pronuncia las eres.

Dividida a la mitad, Narciso y ella comparten una habitación de la casa que han convertido en su estudio. Allí reina el orden. Las paredes están llenas de algunas muestras de su trabajo, y sobre el escritorio quedan las notas de una próxima tarea. El color de las pinturas combina con los instrumentos que descansan en ambos lados del cuarto. Ambos son artistas plásticos; también músicos.

«La pintura y el canto están en mis orígenes», confiesa. Y aunque de joven no se imaginó que estaría en este camino, es imposible que hoy se vea haciendo otra cosa. La naturalidad con la que maneja los conceptos y los transforma en instalaciones llenas de contenido, la toma desprevenida la mayor parte del tiempo y la lleva a explicarse. Muy consciente del alcance de sus palabras, puede parecer tímida. Y, sin embargo, es elocuente. Se pasea con seguridad por entre las historias de vida que la han traído hasta este punto.

Disciplinas de dos pasiones

«Yo pintaba mucho cuando era niña. Lo típico: flores, paisajes, escenarios que me eran familiares. Cuando tenía cinco o seis años, mi mamá me metió en un taller de pintura, porque ella siempre me ayudaba. Dentro de sus posibilidades, hacía todo lo posible para alimentar mi gusto por la pintura.» María Virginia y su hermano Carlos José crecieron inmersos en todo tipo de actividades complementarias. Su madre la inscribía en talleres, en el coro, en los scouts. «Mi mamá también se dio cuenta de que yo cantaba. Así que tuve la oportunidad de entrar a los Niños Cantores de Mérida.»

Con una niñez tranquila, impulsada por aquellas experiencias, la pintura y el canto fueron ocupando su vida. «Todo lo que hice desde pequeña me enseñó mucho, me dio disciplina.» Esa vida cultural también pudo haber marcado el camino profesional de su hermano. «A él le gustaba la fotografía, y hoy en día hace fotoperiodismo. Cubre, para varias agencias, eventos deportivos; también hace retratos. Lleva un registro bien amplio de los pueblos de Mérida y de su gente.» 

Los Pineda no ejercieron mayor influencia en esa iniciación artística. Su padre, odontólogo, no traía el arte en las venas. «En alguna conversación, entre mis tíos o con mi abuela, escuché que un hermano de mi mamá era escultor, pero no llegué a conocerlo.» La joven pintora tomó ejemplo de quienes fueron cultivando sus pasiones, más allá de los vínculos consanguíneos. 

«Cuando entré en bachillerato, me anulé. Dejé los estudios y solo me quedé con la pintura. Al principio fue una decisión muy personal, como de desahogo. Seguía pintando las mis – mas escenas, aunque con un estilo más surrealista. Retomé el canto cuatro o cinco años más tarde.» Volvió a los coros, en las aulas del Colegio Moderno Humboldt. Estuvo bajo las alas del maestro Alberto Torres, fundador y director de las Voces Blancas de Mérida.

«De esos días en los Niños Cantores, me quedó la disciplina, la perseverancia y la excelencia. De esas organizaciones estrictas, te queda el método, el orden, las estructuras formales.» Luego confiesa, como entre dientes, riéndose de sí misma: «Me gusta estudiar». En su vida cotidiana, ha aprendido a ser metódica: las bolsitas en las que organiza los retazos de color que le sobran, el pequeño cuaderno donde anota todas sus ideas o impresiones.

También fue parte de las Voces Blancas. Junto a otras quince jóvenes, emprendió una gira por Europa. «Conocí Praga, Hannover, Linz… Me sentía en otro mundo.» De todas estas experiencias, María Virginia guarda un lugar especial para la música, una de las vivencias constantes de su vida. «Desde enero de 2017, asisto regularmente a clases en la Escuela Contemporánea de la Voz, en Santa Mónica. Cantar es una deuda que tenía conmigo misma. Una voz interior me pedía a gritos que volviera a cantar».

Con una práctica organizada, logra mantener sus dos pasiones compartimentadas. Por un lado, la pintura y el arte, que considera su trabajo; por el otro, la música y el canto, que considera su escape. Aunque parezcan estar en un mismo plano creativo, y hasta compartiendo la pared divisoria de su estudio, no se mezclan. «En este momento siento que mi vocación artística se está alimentando, y hasta no descartaría incorporar algo de música en una futura instalación. No sé dónde tengo la pulsión artística… pero sí me siento artista, principalmente. Si hacia futuro siento que la música también crece, pues bienvenida» .

«Para mí el arte es discernimiento: te lleva a pensarte, a descubrirte, a escoger el lado amable y real, a sincerarte con todo y con todos.»

El ojo en la crítica

La primera participación de María Virginia en una sala de exposiciones fue en 2008, con un proyecto colectivo del Instituto Reverón llamado Angosto y amplio. El mismo año tuvo también su primera muestra individual en Carora, que se titulaba Nostalgia. No ha abandonado las salas desde entonces. 

En 2010 recibió la Mención de Honor del XIII Salón Jóvenes con FIA por la obra De la crítica a la plástica, la explosión del discurso. La instalación, derivada de las investigaciones que había realizado como asistente técnico del Documents of 20th-Century Latin American and Latino Art (Capítulo Venezuela), tomaba retazos de textos críticos del arte venezolano y los contrastaba de tal manera que dialogaran con visiones más modernas del arte conceptual.

Desde sus pasantías entre 2008 y 2010 en el proyecto del Museum of Fine Arts of Houston, a cargo en el país de la Colección Banco Mercantil organizada por María Elena Huizi, Josefina Manrique y Roldán Esteva Grillet, la joven artista descubre los temas que sustentarían su investigación y, por ende, la trayectoria de su obra hasta la fecha. «Yo estoy anulando un discurso que es completamente legítimo y propiciando que el lector genere una nueva lectura, propia y totalmente válida». Más concretamente –en palabras de su mentora María Elena Huizi–, «María Virginia está transformando lo que otro dice y lo está volviendo arte.» Esto desde un uso extrapictórico de los códigos lingüísticos. Su obra toma de la palabra los significados para recontextualizarla. Varía su simbología visual, buscando despertar el contenido más emotivo del lenguaje. «La abstracción es una condición. Todo espectador es dueño de lo que dice la obra.» Su método es algo más que el juego experimental que reflexiona sobre la vigencia de los conceptos manejados por la crítica cultural. Más bien tiene que ver con el interés de despertar los sentidos de quien se detiene frente a la obra como espectador y crítico. 

La serie De la crítica a la plástica (2011) se armó con tres piezas: Encuentro crítico, Pasos a seguir para llevar a cabo un encuentro crítico y De la crítica a la plástica. Todas mantuvieron la misma línea de reevaluación de los textos históricos. Partían de los discursos de las curadoras Nydia Gutiérrez y Lorena González, reorganizados y contrapuestos entre sí. El resultado son documentos deconstruidos y revisados por la artista para concebir nuevas composiciones críticas –o autocríticas. 

María Virginia ha puesto el ojo en la crítica, en las palabras que se utilizan negativamente dentro de los textos y documentos publicados por «expertos» del arte, bajo cuya mirada se minimiza el valor de lo hecho por otro. Así, todo su trabajo hecho hasta ahora gira en torno a un mismo ejercicio temático: «La palabra es identidad.» 

La misma pregunta se plantea, a través de los años, en las siguientes piezas: Aproximaciones analíticas (2011-2012), Crítica cromática (2013), Festival de crítica (2014), Fe de erratas (2015). Estas instalaciones se hermanan en el uso del color, del collage, de todas las herramientas al alcance, para así conseguir un soporte conceptual a las frases que la autora deconstruye y reconstruye, buscando adaptarse a un contexto más cerca – no. «Cada uno toma de la obra lo que quiere ver. Mi trabajo indaga en torno al sentimiento detrás de las palabras. Aunque el silencio puede llegar a ser mucho más poderoso, creo fervientemente en el poder de la palabra, más aún cuando su mensaje es constructivo.»

Con esa última premisa trabaja en la serie Que tus palabras sean más doradas que tus silencios, en la que revisa una vez más los antiguos textos críticos producidos en Venezuela desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. «Tomo frases de ellos que, si bien enaltecieron un determinado objeto de estudio, también ejercieron el efecto contrario. Con esta serie de dibujos y pinturas hago una reflexión sobre los juicios de valor que se alzan en torno al arte, y sobre el uso que, en nombre del conocimiento, le hemos dado a la palabra.»

Una segunda vertiente surge de sus investigaciones, con las que se inspiró para elaborar la pieza Esto no es arte contempo – ráneo. «Actualmente, los círculos artísticos se obsesionan con las discusiones sobre los que es y no es arte contemporáneo. En esta obra reviso algunos trabajos de mi autoría que “no cumplen con los rasgos de contemporaneidad”, tal como lo demandan esos mismos círculos, que creen tener la potestad para anularlos.»

«Conscientemente armas un discurso que anula una obra. Si no te vinculas al contexto inmediato, entonces no es arte contemporáneo. Pues no es así, tan “blanco y negro”. El arte debe traerte al lugar en el que vives. Pero el arte contemporá – neo tiene más que ver con las técnicas que con los conceptos. Hoy todo es un híbrido: es difícil encontrar la técnica pura. Los oficios puros, como la fotografía, parecen géneros románticos.»

Fuera de los espacios convencionales, María Virginia también ha experimentado con intervenciones en espacios públicos, recuriendo a la palabra y el color. En dos escuelas, la de Fe y Alegría de Petare y el Centro Deportivo de Las Minas, las frases se vuelven una acción con enorme contenido simbólico. «En estos espacios, la obra tiene que ver con la demanda, con la utilidad que tienen las intervenciones para un público que estará en constante contacto con ella.»

Yo soy un instrumento de paz hace una conexión directa entre la palabra y el sentimiento, más que cualquier otra. En cambio, Reforestación intelectual, desarrollada en los espacios de la Hacienda La Trinidad, postula un mensaje que a simple vista se escapa: una serie de catálogos antiguos fueron reutilizados como materos para sembrar plantas en las áreas libres. Aunque los conceptos se oponen en la superficie, el foco sigue siendo el mismo: la palabra. Al fin y al cabo, esa forma de investigación es la que ha conseguido elevar el nombre de María Virgina en el panorama del arte conceptual venezolano actual.

«Me gusta trabajar con plantas porque no se dejan llevar por lo que los otros te dicen. La naturaleza es una gran maestra, en especial cuando de observación y paciencia se trata. Las plantas crecen hacia donde encuentran espacio. Así que le otorgaron a la obra una naturalidad salvaje, con la que la obra prácticamente se contuvo a sí misma. ¿Cómo voy a forzar a la obra a que sea algo que no es? Hay que parar y apreciar. Conseguir ese algo que te conmueve, que te conecta con lo natural, que te calla.»

Familia es …

«Mis padres se separaron cuando yo tenía cuatro años. Y aunque mi papá siempre estuvo muy presente, mi mamá era la que llevaba el día a día. Éramos solo ella, mi hermano mayor y yo. La familia de mi mamá era numerosa, de bajos recursos. Así que todos los hermanos se criaron en diferentes familias, y se conocieron ya grandes. Para mí la enseñanza está relacionada con una actitud ante la vida, con abrir los ojos, con brindarte herramientas para resolver la cotidianidad. Así que la primera maestra de mi vida es mi mamá. Su lección más importante era el amor desinteresado por el otro. Este es un valor que pocos comparten, pero a mí me parece especialmente importante.»

«Mi abuela también estuvo muy presente en mi infancia. Yo me escondía tras las paredes para escuchar a los adultos. Recuerdo la mención de otra hija de mi padre, que según los cuentos de familia figuraba tal fantasma entre los muros. Años después descubrí que tenía una hermana llamada Kathe. La descubrí en una conversación por Facebook, al que no soy muy asidua. Un día me encontré con un mensaje oculto en un buzón que tenía un año sin revisar. Decía: “Hola. Soy tu hermana. Mucho gusto”. Le respondí toda apenada y finalmente pudimos conocernos hace cuatro años.»

«Gracias a esa nueva relación me he convertido en tía, porque mi hermana tiene tres pequeñas. Me encanta escucharlas: “Tía, tía, tía”. Son unas niñas hermosas. Es difícil de creer porque, incluso cuando mi mamá las conoció, me advirtió que la menor se parecía mucho a mí. Y eso todavía me causa mucha impresión.»

«Creo que soy una mujer familiar. Esto si entendemos el concepto de familia como algo que se hace, que no está necesariamente atado a lazos de sangre. Los vínculos que se han creado por las experiencias vividas refuerzan esa idea. Yo siento que mi vida está llena de apegos. Las amigas del coro, por ejemplo, son todas mis hermanas.»

«La mudanza a Caracas no fue fácil. En esa fase de no pertenencia, hubo gente y amigos que jugaron un papel fundamental. Un día en que me estaba quedando sin techo, una profesora, una amiga, María Gracia, me dijo algo que me quebró: “Si no tienes donde dormir, siempre tendrás una cama en mi casa”. Me di cuenta de que la ciudad, aunque cruel, al fin me regalaba una señal de recibimiento.»

«La entrada en el Instituto, junto a mis compañeros y profesores, hicieron mi primer hogar. En 2008 conocí a Emilio Narciso, que en aquel momento era asistente del profesor Víctor Hugo Irazábal. Poco después ya estábamos juntos. Emilio, que también es artista, es mi consultor más inmediato. Nos exigimos mucho mutuamente. Él me pone a dudar, hace que cuestione lo que hago. Es serio, estricto. Él toma un asunto y es capaz de desarrollarlo hasta el final. Yo admiro esa capacidad suya de perseverar.»

«Desde que salimos del Instituto, hemos compartido caminos. Por dos años y medio trabajamos juntos en el Centro de Documentación de la Fundación Mercantil. Aquello fue una prueba de fuego. A partir de ahí, compartir un mismo espacio en la habitación que hemos acomodado como estudio ha sido pan comido. Somos capaces de estar cada uno en un mismo sitio y, al mismo tiempo, estar cada uno trabajando en lo suyo. Reconocemos que la soledad es necesaria para crear, pero el hecho de que estemos sentados al otro lado no afecta ese proceso.»

«Todavía tengo cuentas pendientes con Caracas. Mi riña con ella es que, ciertamente, es una ciudad que me ha enseñado múltiples lecciones, algunas muy gratas y otras amargas, pero no me termino de anidar. Para mí ha sido un asunto complicado. No me veo aquí en un futuro, aunque admitirlo me cause pesar. No sé cuál será la próxima parada, tampoco la última.» 

Un haiku con responsabilidad 

El concepto que María Virginia tiene sobre su arte, y sobre sí misma, tiene mucho de enfoque espiritual, sin que esto lleve a ninguna concepción religiosa. «No soy católica», aclara mientras trata de explicar que, más allá de retar los límites de la moral, su obra busca un camino más cercano a las visiones de la tradición oriental.

«Una prima me preguntó un día: “Qué es lo que haces tú” y no supe explicarme. La escritura no se me da bien, quizás porque intento decir mucho con pocas palabras. Quisiera poder transmitir un mensaje sin tener que dar tantas explicaciones. Veo mi obra como un haiku, que lleva consigo el poder de la síntesis, aunque todavía me falte muchísimo.» Ciertamente la aspiración de que su obra quiera emular la síntesis de la poesía japonesa es todo un reto, pero quizás no esté tan lejos como parece creer, pues sus piezas despliegan un aura poderosa antes quienes se detienen a apreciarlas.

«Quiero llegar a ese alguien y quiero enviar un mensaje constructivo, en parte porque estamos en un contexto en el que tenemos que reflexionar sobre nuestro aporte. Debemos estar conscientes de nuestras responsabilidades y de que, con nuestro oficio, somos capaces de cambiar el entorno. En tal sentido, el arte conceptual a veces no facilita el acceso de ese público al que se quiere llegar. Todavía siento que mi obra es inaccesible porque es densa.» 

«Como ciudadana trato de que, adonde quiera que vaya, mis acciones tengan un efecto positivo. Como ser humano intento actuar con sentido común. Pienso que es una intención honesta, pero difícil de alcanzar, de precisar. En la medida en que mi trabajo se reconoce más, en esa misma medida me pregunto si lo que hago a diario es un aporte de bien. ¿Estoy creando armonía a mi alrededor? ¿Hoy, ahora? Para mí el sentido común estaría en encontrar la luz.» 

Apasionada creyente en la bondad del país, María Virginia confía en que vuelvan a verse todas las características que alguna vez lo definieron como tal: su gente, su geografía, su humor, su comida, su genialidad, su creatividad, su compromiso, sus colores, su música, su clima. «Yo veo a Venezuela como un país iluminado. Ahora tenemos esta nube densa que, si te agarra descuidado, te atrapa y te aprisiona. Estamos contaminados, pero debemos rehallar esa luz, ese generador de energía capaz de devolverle la armonía al país. Me niego a pensar que lo que nos rodea en este momento sea real. Me niego a otorgarle el carácter de verdadero a la maldad con la que nos enfrentamos actualmente.» 

«El reto está en que Venezuela se reencuentre con su propia naturaleza, que no es esta. Y el arte es mi aporte personal a esa reconstrucción. No voy a cambiar el mundo, pero sí puedo incidir en los espacios en los que estoy o trabajo. Esa es mi contribución. No quiero ser indiferente. Yo no me veo saliendo del país en fuga, como respuesta a lo que estamos viviendo. Si lo hago, sería para formarme más. Venezuela es mi decisión.»

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