Este texto forma parte de la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas, una propuesta del periodista Pedro García Otero para reencontrarnos con la ciudad.
Por Pedro García Otero
“Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Casi todos los venezolanos conocemos esta frase de Simón Bolívar; y casi todos los caraqueños, el correspondiente (y hermoso) mural de bronce en mármol en el costado del edificio del Fondo de Garantía de Depósitos, en la plaza El Venezolano, o San Jacinto, a pocos metros de su casa natal.
Son menos los que saben que la frase es telúrica -y no sólo en sentido figurado. El Libertador la dijo en 1812, en los albores de la Primera República, frente al sitio precitado, y ante el gran terremoto de San Bernabé, que mató a entre 15 y 20 mil personas en todo el país, llegando incluso a zonas tan remotas como Mérida; y aunque no hay datos sobre la población total del país para la fecha, se estimaba que en 1800 habitaban Caracas unas 40 mil personas, lo que da un dato sobre la siniestralidad del terremoto.
Haciendo la historia corta, los sacerdotes, desde los púlpitos, calificaban el terremoto de “castigo divino”, por la reciente sublevación contra el rey de España; quiere la leyenda que un iracundo Bolívar, sobre las ruinas, a una cuadra de la Plaza Mayor, proferiría esta frase, que ha quedado como una muestra de esa voluntad muchas veces rayana en el voluntarismo que, antes y después de eso, nos caracterizaría como sociedad.
En todo caso, no sería ni la primera ni la última vez que la tierra de nuestra capital se sacudiría.
El primer terremoto importante que registraron los caraqueños fue el de 1641, cuando, según la magnífica biografía de nuestra ciudad de Rafael Arráiz Lucca, lo poco que se había logrado construir del primer asentamiento de Caracas (menos de 80 años antes), pereció en segundos, entre una nube de polvo.
Del último, el de 1967, pocos ciudadanos vivos conservan memoria, toda vez que fue hace casi 60 años ya; y al gran terremoto anterior a ese, 1900, le debemos los venezolanos que la sede del poder no sea la Casa Amarilla, en la esquina de Teatros, en la Plaza Bolívar, sino en la más apartada (para el momento) colina de Miraflores. De hecho, su inspiradora es Jacinta Parejo, esposa de Joaquín Crespo, quien en medio del susto por el terremoto se lanzó del balcón de su despacho, rompiéndose una pierna. Por eso, a Miraflores se la llama “la Casa de Misia Jacinta”.
Caracas es una ciudad de memoria corta, que se ha renovado muchas veces. A diferencia de otras ciudades, en la nuestra es muy difícil encontrar rastros de nuestro pasado colonial, e incluso del siglo XIX. Mucho tiene que ver con nuestro sempiterno afán por la novedad, pero también puede ser que eso, que vivir en un terreno con tendencia a sacudirse y dejarnos sin nada en unos pocos instantes, haya colaborado con nuestro sentimiento de provisionalidad, con esa “cultura de campamento” a la que aludía José Ignacio Cabrujas.
En Caracas nada es permanente, todo es pasajero, y así se asume, con naturalidad. Las cosas más importantes pueden quedar convertidas en cascote en segundos. Nuestros edificios públicos son más funcionales que ostentosos, más sencillos que barrocos, y eso puede tener que ver con nuestras fallas geológicas, aunque esto, por supuesto, no es más que una asunción sin bases.
Hoy, tanto tiempo después del terremoto de 1967, lo único que tenemos claro los caraqueños, expertos o no, es que, en promedio, cada 50 años hay un terremoto importante en nuestro valle; y que mientras más lejano está el último terremoto, más cercano está el próximo… Y que, como buenos caraqueños, nos tomará de sorpresa, lo cual es muy triste, porque avisados, estamos.
Sigue la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas:
1. Del centro de toda la vida (I)
2. Caracas, casco y suburbio (II)
3. ¿Cuál de estas es Caracas? (III)
4. Toponimia de la memoria y el olvido (IV)
5.La ciudad y los Superbloques (V)
6. Caracas, una casa contra el tiempo (VI)