Una nube de polvo en el horizonte

Una nube de polvo en el horizonte es uno de los textos que forman parte del libro Los testigos de afuera, una antología hecha por el periodista y escritor Tomás Eloy Martínez en 1978. Este título fue reeditado Cyngular y Banesco para la Biblioteca Digital y su colección 70 años de Periodismo, en su 10° aniversario. El libro está disponible para su descarga gratuita en Banesco.com.

Hacia las diez, Jean se acostó en su litera, en la parte de atrás del camarote, también el sargento Marcia al dar por terminada su cotidiana casa de mosquitos, se tendió en la suya. Ambos se durmieron, pero el sueño fue breve. 

A las dos de la madrugada un murmullo lejano, sostenido y creciente los despertó. Era un fragor sordo, que podía ser confundido con los tumultos de una tormenta distante. A la vez las aguas del río, sometidas a una extraña agitación, hacían que la Gallinetta se balanceara.

El sargento Marcial y el joven se levantaron; salieron del camarote y se situaron al pie del mástil. El patrón Valdez y los tripulantes, de pie en la proa de la embarcación, interrogaban el horizonte. 

—¿Qué pasa, Valdez? —preguntó Jean

—No lo sé. —¿Se acerca una tormenta?

—No… El cielo está sin nubes… La brisa viene del Este, y es débil.

—¿A qué se debe la agitación?

—¡No lo sé…! ¡No lo sé…! —repitió Valdez.

El fenómeno era en verdad inexplicable, a menos que la súbita crecida del río hubiese producido, en alguna parte, un

veloz reflujo.

Todo era posible en el caprichoso Orinoco.

A bordo de la Maripare, cundía el mismo asombro entre pasajeros y tripulantes. Miguel y sus dos amigos buscaban inútilmente la razón de lo que estaba ocurriendo. Cruzaron algunas palabras con los de la piragua vecina, pero no encontraron explicación valedera.

En las dos embarcaciones, el movimiento era incesante. Y también lo era en las riberas del río. Los habitantes de Urbana salieron de sus casas, y caminaron hasta el borde de las aguas. Marcialy el jefe civil se unieron a los pobladores, que comenzaron a dar señales de temor. 

Eran las cuatro y media de la mañana. Despuntaba el día. Los pasajeros desembarcaron y se acercaron al jefe civil en busca de noticias.

 —¿Qué ocurre? —preguntó Miguel. 

—Seguramente hay un temblor en la sierra Matapey —respondió el jefe— y los estremecimientos se propagan hasta el lecho del río. 

Miguel era de la misma opinión. Era frecuente que la región fuera asolada por los movimientos sísmicos propios de los terrenos llanos. 

—Pero hay algo más —observó Miguel—. 

¿Oye usted el zumbido que viene del Este? Y, en verdad, cuando se prestaba atención, se percibía un fragor insesante, de impredecible naturaleza. 

—Esperemos —dijo Marcial—. 

No creo que en Urbana haya nada que temer. —Así pienso yo —admitió el jefe civil—, no hay peligro en regresar a las casas. 

La mayoría coincidió, pero no aceptó el consejo. Por otra parte, avanzaba el día y era posible que los ojos dieran la explicación que los oídos negaban.

Durante tres horas, el murmullo creció de modo extraño. Parecía que la tierra se estuviera desplazando de lugar, que alguien empujara el territorio hacia otra parte. Pesado y rítmico, el movimiento se comunicaba hasta la orilla derecha del río, como si el suelo estuviera turbulento. Era admisible la conjetura de un temblor con epicentro en la sierra de Matapey: no era la primera vez que el pueblecito lo sentía. Pero el ruido, semejante al de un ejército en marcha, no revelaba aún su verdadera causa. 

El jefe civil y Marcial, acompañados por los pasajeros de las piraguas, ascendieron a las primeras estribaciones del cerro de Urbana para observar un terreno más amplio. El sol se elevaba sobre un cielo purísimo, como un enorme globo inflado por un gas luminoso que la brisa arrastraba hacia las riberas del Orinoco. El horizonte estaba limpio de nubes, y no se advertía el menor indicio de borrasca.

Cuando los observadores alcanzaron unos treinta metros, miraron hacia el Este. Solo se divisaba la inmensidad: la vasta llanura verde que, según la bella metáfora de Eliseo Reclus, era “un mar silencioso de hierbas”. Pero aquel mar no conocía ahora la calma: sus profundidades debían de agitarse porque, a cuatro o cinco kilómetros de distancia, la planicie estaba coronada por volutas de arena.

—Es una polvareda inmensa —dijo Marcial—. 

El polvo ya no quiere quedarse en suelo. 

—Y sin embargo, no es por el viento—afirmó Miguel. 

—No, el viento sopla apenas—repuso Marcial—. ¿Serán las trepidaciones, entonces? No… Esa explicación no es admisible. 

—Además —adujo el jefe civil—, ¿a qué se debe ese ruido que parece de marcha pesada? 

—¿Qué es, Dios mío? —exclamó Felipe. 

Como si fuera una respuesta a la pregunta, se oyó en ese momento una detonación de arma de fuego que los ecos de Urbana repitieron. Otros tiros sonaron.

—¡Disparos! —declaró el sargento Marcial—. Son disparos, ¡o yo no soy capaz de reconocerlos!

—Serán cazadores —supuso Jean 

—¡Cazadores! —exclamó Marcial—. No… No levantarían una polvareda tan grande, a menos que fueran una legión. 

Era evidente, sin embargo, que las detonaciones provenían de carabinas. Y hasta podía percibirse una nube blanquecina que destacaba sobre el tinte azufrado de la polvareda. Se oyeron nuevos tiros, por lejos que estuviesen las armas, la liviana brisa era suficiente para llevar el sonido hasta la aldea.

—Creo, señores —dijo Miguel—, que deberíamos acercarnos al lugar de los incidentes para ver qué pasa. 

—Y auxiliar a la gente que acaso nos necesite— añadió Barinas.

—¡Quién sabe si son nuestros compatriotas! —dijo Jean, observando a Marcial.

—Si lo fueran forman un ejército —repuso el viejo—. Sólo millares de hombres están en condición de levantar esa polvareda… Tiene usted razón, Miguel, bajemos a llanura.  

—¡Pero bien armados! —exigió Felipe. 

La medida de prudencia era atendible, si, en verdad los presentimientos no engañaban a Jean Kermor, y los protagonistas del incidente eran los dos franceses, atacados por los indios de la región, y obligados a defenderse a tiros. 

Poco después, unos llegaban a sus casas, y otros a sus piraguas. El jefe civil, algunos de los habitantes, los tres geógrafos, el sargento Marcial y su sobrino Jean, con el revólver a la cintura y la carabina al hombro, caminaban a través de los llanos, rodeando la base del cerro de Urbana. Marcial se les reunió. Su impaciencia por saber qué pasaba era irrefrenable. 

Marchaban a paso rápido, y como la nube se les acercaba, los tres a cuatro kilómetros que separaban al grupo de ellas fueron franqueados sin tardanza.

Aún a tanta distancia no podían distinguirse las formas humanas: lo impedía el espeso polvo. Sin embargo, el fragor de las detonaciones era cada vez más perceptible. El ruido sordo y monocorde aumentaba a medida que se acercaba la masa reptante. 

Cuando estuvo a un kilómetro de distancia, Miguel, que marchaba con la carabina lista, junto al jefe civil, se detuvo de pronto. Una exclamación de sorpresa brotó de sus labios.

Si alguna vez un mortal de curiosidad ávida pudo verla satisfecha, si un escéptico tuvo que vencer en un instante toda su incredulidad, ese fue el sargento Marcial. ¡Ah…! En cierta ocasión el viejo soldado había negado que millares de tortugas, en la época del desove, invadían las playas del Orinoco, entre la embocadura del Arauca y los bancos de arena de Cariben. Ahora tendría que admitirlo.

—Los morrocoy ¡Son ellos!- exclamó Miguel. No se engañaba. Sí. Eran los morrocoy: un centenar de miles, acaso más, avanzaba hacia la orilla derecha del río. No era la época del desove. ¿A qué se debía entonces, esta marcha anormal, que violentaba sus hábitos?  

La pregunta estaba en el espíritu de todos. Marcial la contestó. Sin duda, estas tortugas fueron ahuyentadas por las sacudidas de terremoto. Al salirse de madre las aguas del Suapure las desalojaron y vienen ahora a buscar refugio en el Orinoco, o acaso más allá, arrastradas por su poderoso instinto de conservación. La explicación era lógica, y la única posible. La sierra Matapey y sus alrededores debieron de ser profundamente conmovidos por el temblor. La invasión hubiera sido previsible en los meses de marzo y abril: entonces los aldeanos no se hubiesen sorprendido. 

Pero ahora, inclusive tenían fundamentos para estar inquietos. Admitida ya la presencia de las tortugas, ¿de dónde provenían los tiros? ¿Quién había tenido necesidad de defenderse de los morrocoy? 

Y además, ¿qué efectos tenían las balas sobre sus carapachos impenetrables? El enigma quedó desvelado cuando se desgarró la espesa nube. Las tortugas avanzaban en un frente compacto, pegadas las unas a las otras. Era una vasta superficie de escamas en movimiento, de varios kilómetros cuadrados, sobre esta superficie agitada bullían cientos de animales, que para evitar ser aplastados, hacían equilibro arriba de la enorme masa. A un costado, y a veces montándose sobre las tortugas, trotaba por los llanos una tropa de monos que, al parecer —como solía decir el sargento Marcial—, encontraba que el caso era gracioso. Y a la vez aparecían parejas, tigres y pumas, no menos temibles sobre el lomo de los morrocoy que cuando corrían en libertad por los bosques y llanos. Era contra esas manadas que dos hombres se defendían, a tiros de fusil y de revólveres. 

Ya algunos cadáveres yacían sobre los carapachos cuyo desplazamiento ondulatorio era muy incómodo para los seres humanos, estos no podían tenerse en pie, pero la reverberación parecía importar poco a las fieras y a los monos. ¿Quiénes eran los dos hombres? Ni el jefe civil, ni Marcial podían reconocerlos a la distancia, pero a juzgar por sus ropas, se podía asegurar que no eran makiritares, pemones, guajibos, ni indígenas de los que frecuentan las tierras del Orinoco medio. 

¿Se trataba, entonces, de los dos franceses que se habían internado en las llanuras orientales y cuyo regreso esperaban en vano? ¿Tendría Jean de Kermor la felicidad de reencontrar a sus compatriotas?

Marcial, Miguel, Felipe y Barinas, el jefe civil y los aldeanos que los acompañaban, interrumpieron la marcha. ¿Convenía ir más adelante? No, sin duda. Detenidos por la vanguardia de las tortugas, obligados a retroceder de inmediato, no tenían posibilidad de unirse a los hombres por las fieras.  

Pero Jean insistió en que acudiesen a ayudarlos. Tenía la certeza de que los hombres eran el explorador y el naturalista, los dos franceses. 

—No es posible hacerlo —dijo Marcial—, además sería inútil. Nos expondríamos sin necesidad y no haríamos nada por ellos, es preferible dejar que las tortugas lleguen al río. Allí se separará la masa. 

—Es verdad —dijo el jefe civil—; pero nos amenaza un gran peligro. 

—¿Cuál? 

—Si esos millares de tortugas pasan por Urbana; si no se desvía su marcha, en busca del río…, el pueblo será destruido. Por desgracia, no podía hacerse nada para evitar la catástrofe. 

Tras haberse rodeado la base del cerro, la lenta e irresistible avalancha enderezaba su marcha hacia Urbana, de la que estaba separada por unos doscientos metros. En la aldea, todo sería derribado, aplastado, destruido. Alguien dijo: «La hierba no nace allí donde los turcos han pasado». Nada, ni una casa, ni un árbol…, quedarían en pie donde pasaran las tortugas.

—¡El fuego…! ¡El fuego! —exclamó Marcial. 

¡Sí! El fuego era la única barrera capaz de contener la invasión.

Los habitantes de la aldea, ante la certeza del peligro que corrían, sobre todo las mujeres y los niños, daban gritos de espanto. 

Marcial había sido comprendido. Los pasajeros y tripulantes de las piraguas comenzaron a actuar.

Más allá de la aldea se extendían enormes praderas cubiertas por una hierba densa, ya reseca por dos ardientes días de sol. Sobre ella, las ramas de algunos árboles se alzaban, cargadas de frutas. Era preciso sacrificar las plantaciones. En diez a doce lugares a cien pasos de Urbana, el fuego fue provocado simultáneamente. Brotaron las llamas como si nacieran en el vientre de la tierra. Un humo intenso se confundió con la nube de polvo que iba hacia el río.

La masa de morrocoy avanzaba sin darse tregua, y no se desviaría hasta que la primera fila sintiera el fuego. Podría suceder que las últimas filas empujaran a las primeras a las llamaradas, y que al aplastar los cadáveres de hierbas, el fuego se extinguiera. Si así ocurría, Urbana sería pronto solo un montón de ruinas. 

No fue de esa manera. El medio propuesto por Marcial resultó eficaz. Las fieras fueron atacadas a tiros por el sargento Marcial, Miguel, sus amigos y los aldeanos que estaban armados. A la vez, los dos hombres cercados sobre la masa reverberante, disparaban contra las fieras sus últimas municiones. Atrapadas entre dos fuegos, algunas sucumbieron. Las otras, espantadas por las llamas, huyeron hacia el Este y lograron salvarse junto a los monos que las precedían. El aire estaba lleno de alaridos.

Fue entonces posible ver cómo los dos hombres se precipitaron hacia la barrera de fuego antes de que fuera tocada la primera fila de tortugas, cuya marcha era lenta y pesada. Poco después, Jacques Helloch y Germán Paterne —pues en verdad eran ellos— ya estaban seguros junto a Marcial, luego de alcanzar la parte de atrás del cerro. 

La cortina de llamas se extendía a lo largo de medio kilómetro. Cuando estaba a punto de toparse con ella, la masa de morrocoy se desvió a la izquierda y, pasando a un costado del pueblo descendió al río y desapareció bajo las aguas del Orinoco. 

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