Caracas, ciudad del medio oriente (XV)

Publicado : 3 diciembre, 2025

Categoria : Cultura, De interés, Destacados

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Este texto forma parte de la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas, una propuesta del periodista Pedro García Otero para reencontrarnos con la ciudad.

Por: Pedro García Otero

La avenida Fuerzas Armadas marca una frontera de la ciudad: Entre las avenidas Urdaneta y Lecuna, hacia el sur, es española; de allí hacia el norte empieza la influencia de las sucesivas oleadas de inmigración llegada del Medio Oriente, fundamentalmente libaneses y sirios, que fueron ocupando todo el centro, hacia la Plaza Bolívar, y luego, mucho más allá, a lo largo de toda la avenida Sucre y hasta llegar a Casalta. 

El turco” es una figura entrañable de nuestra cultura, especialmente para los mayores del lugar, adonde llegaron estos industriosos inmigrantes, armados de la inquebrantable fe de que podían salir adelante vendiendo a crédito, de casa en casa, sábanas, ropa y aparatos eléctricos sin ninguna garantía de cobrar, más que la palabra de quienes les abrían la puerta. 

Y así, trabajando duro, ahorrando, manteniendo su inextricable lengua mientras chapurreaban el español, mezclándose, de Coliseo a Salvador de León, con los hebreos que habían llegado antes y a quienes se parecían, con colombianos (muchos), chinos y venezolanos, comiendo todos tabule y crema de garbanzos, arepas, sobrebarriga y lo que viniera, en efecto, salieron adelante. 

Los años de caminar con kilos de carga terminaron, montaron negocios, y ahí siguen, muchas veces segundas o terceras generaciones, gente merecidamente próspera. Ya son una parte integral de nuestra existencia, bastante más discreta que la de las otras colonias que hicieron vida en Venezuela. Y nos dejaron nombres que se incorporaron a la venezolanidad, como Samir o Alí.

Una de las cosas que le agradezco a Caracas es que, muy temprano en mi infancia, me hizo tolerante a la otredad. Y bastante más que eso: la primera vez que mordí un falafel me di cuenta de que me había estado perdiendo de mucho. Los lugares de dulces y pizzas árabes de la calle Colombia (o Argentina, siempre las confundo), deben estar entre los encantos menos conocidos de la ciudad; la avenida Sucre o el bulevar de Catia han resuelto a miles de caraqueños que alguna vez necesitaron un colchón, una mesa o un ventilador. 

Entre las muchas de historias conmovedoras que hemos escuchado de la diáspora, una que me enternece particularmente es la de Swayda, o Suweida, esa región siria a la que llaman allá “la pequeña Venezuela”, donde se habla español y se come harina PAN. Eso habla de cuánto significamos en su momento como faro de esperanza para los oprimidos. 

Y siempre he pensado (aunque esto no queda en esa zona), que no hay monumento más grande a lo que somos como país que ese inacabado “bulevar de las religiones” (también por lo inacabado) que se inicia con una mezquita y culmina con una sinagoga, o viceversa, y que en el medio tiene a la Iglesia de San Charbel, con su hermoso y alegre rito maronita. Que además tiene en el medio ese otro gran regalo a la venezolanidad que es el Sistema de Orquestas, con su hermosísima sala de conciertos, y en el que, hasta no hace mucho, los peruanos montaban su feria todos los domingos. 

Aquí convivimos todos, lo hicimos bien y queremos seguir haciéndolo, con gente de todos los colores, en pos de “resolver”, que parece ser el verbo favorito del Caribe desde que el mundo es mundo, escuchando salsa y comiendo falafel sin importar de dónde vengamos. 

Que así sea.

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