Escribir para vengarse del pasado

“Escribir para vengarse del pasado” es una entrevista periodística que hizo Antonio López Ortega en 1996 a Juan Villoro, escritor y periodista mexicano. Este texto fue publicado en el libro 70 años de Conversaciones con Escritores de Paso. El libro está disponible para su descarga en la Biblioteca Digital Banesco.
Por Antonio López Ortega

En agosto de 1996, Antonio López Ortega entrevistó al periodista y narrador mexicano. Ya para entonces Villoro mostraba la inteligencia, la honradez y el buen humor con que en los años siguientes regalaría a sus lectores. Es evidente la diferencia en el tono, la perspectiva y la temática que este autor presenta frente a otros entrevistados: aquí se ve el relevo generacional en la literatura 

Elías Canetti nos habla en La lengua absuelta de un primer recuerdo de vida: la lengua roja que atemorizadamente le enseñaba el jardinero de su casa. Si te preguntara cuál es tu primer recuerdo de vida, ¿qué me dirías? El primer recuerdo que tengo es algo curioso porque estoy entre dormido y despierto. Mis padres me habían dejado en casa de unos amigos y al irme a buscar me encuentran dormido. Entonces me envolvieron en una cobija y mi padre me cargó como un San Cristóbal que se echa un niño al hombro. Mi primer recuerdo sería cuando abro los ojos y me doy cuenta de que estoy en casa ajena. Tengo la imagen de esa casa y veo cómo me voy alejando. Era una casa en la que dormí unas cuantas horas y a la que nunca volví. Siento que mis padres me llevan hacia otra casa que es la nuestra y tengo apenas tres años.

¿Qué gravitación específica tiene el marco familiar en tu vocación artística? 

Es curioso que me lo preguntes a la luz de estos recuerdos. Mis padres se divorciaron un poco después de esta imagen de una casa a la que regresábamos y que yo asumo como nuestra. El divorcio me creó vidas paralelas: yo vivía con mi padre viernes, sábado y domingo, y el resto de la semana con mi madre. Me acostumbré a tener dos casas: juguetes en una y juguetes en otra. Y esto tenía también que ver con la educación que llevaba porque yo estudiaba en un colegio alemán donde cursaba todas las materias en alemán. Yo estaba en un grupo que era tradicionalmente el grupo de los hijos de alemanes que vivían en México. Luego la Secretaría de Educación Pública dijo en un momento dado que este tipo de educación podía fomentar cierto tipo de separatismo o racismo y entonces dictaminó que el grupo alemán debía ser mixto y la escuela, simbólicamente, metía tres mexicanos en cada grupo alemán como emblema de la nacionalidad patria. Así fue como quedamos otros dos mexicanos y yo. Mis primeros nueve años de vida transcurrieron en alemán. También eso era una dualidad. Familia y escuela se dieron de manera un poco esquizoide.

¿Qué oficios surgieron antes de la literatura? 

El primer descubrimiento de que las palabras podían ser símbolos mágicos, de que servían no solamente para comunicar algo sino que podían ser una fiesta en sí mismas, se lo debo sobre todo a los locutores de televisión y radio que narraban partidos de fútbol (yo siempre he sido muy aficionado al fútbol). Había en especial un locutor que todavía vive, Ángel Fernández, una especie de Góngora de las canchas, un hombre enormemente barroco. Escucharlo me estimulaba mucho. Como estaba en el Colegio Alemán, entonces ese tipo de pedagogía hizo que yo apreciara por encima de todas las cosas el español, porque era justamente el único momento en que yo me enganchaba con algo que sentía propio. Tenía entonces el gusto por el idioma pero no había pensado que el idioma servía para algo que fuera, digámoslo así, un fin en sí mismo. Y el primer contacto de la infancia fueron sin duda las narraciones delirantes, alucinantes, de Ángel Fernández. Y, posteriormente, la música rock. Nuestra generación fue una generación sacudida por la música rock.

¿Qué tipo de rock? 

Bueno, como todos, siendo muy niño, empecé escuchando a Los Beatles, la primera invasión inglesa en los años 60 que, por supuesto, me cautivó. Yo tenía además un vecino, que era como seis años mayor que yo, que tenía una curiosa enfermedad psicológica: no podía estar solo. Entonces, él me adoptó (yo tenía nueve años y mi amigo quince): necesitaba una especie de mascota con la cual poder ir a todos lados (esto lo supe muchos años después). Para ese entonces él ya estaba muy enterado de los grupos de rock y me contaba a mí todo. Y, claro, nadie de su edad quería estar con él todo el tiempo porque tenían otras cosas que hacer. Y yo, como no tenía nada que hacer a los nueve años, me alquilé, digámoslo así, y fui aprendiendo muchísimo de música rock. Luego, como todo aficionado, me volví un verdadero fanático y hasta un dogmático. Es decir: solo me gustaba cierto tipo de rock: el rock pesado, el rock progresivo, el rock más o menos experimental. Y fue así como llegué a mi primer trabajo a los 17 años, un programa de radio llamado El lado oscuro de la luna, en el que yo escribía los guiones. Tenemos, pues, que el rock antecede a la literatura; también el cine. Yo vi una película que me deslumbró. A los doce años me enamoré de Sofía Loren cuando la vi en El Cid con Charlton Heston. Me gustó tanto la película que le pedí a mi abuela que me hiciera un traje de El Cid Campeador (me hizo finalmente una cota de malla con lo que había quedado de un mosquitero). En esa época los niños se disfrazaban mucho de indios y vaqueros y, luego, de Batman y de Superman. El primer libro que quise leer en la escuela fue, justamente, el Cid, el Cantar de Mio Cid. Terminaba la escuela primaria y la maestra consideró que ya estábamos en edad de merecer un clásico. Llevó un día una serie de libros, vi que estaba el Cid y me pareció muy notable que hubiera un libro inspirado en mi película favorita. Lo leí y, por supuesto, me estrellé porque era español antiguo. Me pareció increíble que una película tan buena se hubiera hecho con un guion tan malo. No entendía yo, no estaba en condiciones de leer. Sería absurdo decir que la lectura en mí fue anterior al gusto por las imágenes, al gusto por la televisión o por el cine. Durante mucho tiempo creí que la literatura solamente servía para aprobar un curso en la escuela o para contener leyes o instrucciones para armar algo. Nunca pensé que fuera un placer sino mucho tiempo después.

El tribunal del idioma

¿Cuándo crees que reconociste en ti mismo la vocación de escritor? ¿En qué momento sentiste que la literatura podía ser un instrumento expresivo? 

La manera como se enseña la literatura, generalmente en la primaria, es muy estéril. Difícilmente tú sientes gusto por la literatura a esas edades. Que a los doce años te hagan leer la Eneida o el Quijote, cuando tú no tienes la real disposición para entender ese tipo de obras, te hace percibir la literatura como algo remoto, ajeno, escrito muchas veces en lenguas muertas. Un beso era literario si los amantes eran griegos; nunca pensaba yo que eso tuviera que ver conmigo, con mi entorno… Estaba yo en las vacaciones previas a la entrada en bachillerato, entre los catorce y los quince años, cuando leí una novela de un adolescente de la ciudad de México que también disfrutaba de las vacaciones previas a bachillerato. El adolescente vivía justamente mi situación: era un joven sin brújula, sin saber qué hacer con su vida, sin saber qué estudiar, etc. Ese libro se llamaba De perfil y había sido escrito por un narrador mexicano llamado José Agustín. El libro me lo había recomendado un amigo. Por estar escrito en primera persona, mi amigo creyó que el libro era el testimonio auténtico de un adolescente. No sabía que se podía escribir ficción en primera persona (yo tampoco lo sabía). Mi amigo leyó el libro por puro morbo (que es una de las razones más legítimas para leer) y yo también lo leí. Lo leí para ver si ahí encontraba un tic, alguna ayuda para mejorar mi vida y, bueno, me pareció increíble que el personaje fuera tan parecido a mí. Por primera vez sentí que la literatura formaba parte de mi entorno, de mi experiencia. Yo creo que el lector ideal que puede tener alguien es aquel que nunca ha leído un libro por gusto y que, de pronto, descubre en la lectura un placer. Yo fui ese lector ideal de De perfil. Y luego me pareció inconcebible no escribir. Es decir, al mismo tiempo, empecé a escribir. De haber sido uno de los escritores más incultos de Occidente pasé a leer un libro y luego al deseo de querer ser escritor. Entonces empecé a estudiar al mismo tiempo y ya de allí fui llegando a otros libros, incluido el Cantar de Mio Cid, que es un libro maravilloso.

Has hablado de José Agustín, que es una influencia netamente mexicana. ¿Pero qué otro tipo de influencias se dieron después? ¿Cómo fuiste avanzando como lector?

Hay un escritor que es como el padre de José Agustín: Salinger. Leí El guardián en el centeno. Leí, por supuesto, a Julio Cortázar, que fue un escritor muy importante para mi generación. En algún momento lo considerábamos como el tribunal del idioma: todo lo que estaba en sus cuentos era permitido; todo lo que no estaba no lo era. Leí La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa; a un escritor chileno que me gustó muchísimo: Antonio Skármeta y sus Cuentos de desnudo en el tejado. Eran una especie de cruce de vías entre la cultura juvenil, el deporte y la ficción lúdica. Leí Rajatabla, los primeros cuentos de Luis Britto García, que marcaron mucho a mi generación porque también había esa mezcla de ficción y de preocupación política.

¿Y cuáles fueron los modelos referenciales en el caso específico de tu relato “Coyote”?

Para los mexicanos, por supuesto, el gran chamán del desierto mexicano es Juan Rulfo. Hay también otro narrador del desierto que es Jesús Gardea, escritor de enorme intensidad que es un experto, digámoslo así, en el close-up. Tiene una mirada muy próxima a los objetos que retrata con admirable precisión: elementos como la insolación, como las flores diminutas, como el sol incidiendo en una taza de cinc. También está, por supuesto, Paul Bowles, que tiene momentos extraordinarios. Bowles expone generalmente al extranjero perdido en el desierto. También está Carlos Castaneda, quien además agrega el elemento, digamos así, psicotrópico del desierto. Esos podrían ser, pues, como los cuatro puntos cardinales.

Mencionaste al comienzo expresiones que te marcaron claramente: la música rock, el cine, la locución deportiva. ¿Cómo sientes que gravitan hoy en día esas expresiones en tu trabajo literario? ¿Están presentes en lo formal, en el lenguaje, en los aspectos temáticos, en la construcción narrativa? 

Yo creo que uno tiene distintas épocas y yo jamás he pretendido hacer una estética que explique todos los libros. Yo creo que en distintos momentos he tenido contacto e influencias que me han servido mucho. Cuando estaba haciendo mi primer libro de cuentos, que es La noche navegable, o cuando escribí las crónicas imaginarias de Tiempo transcurrido, estaba muy cerca de la música rock. Entonces trataba de recapturar, por una parte, cierto ritmo de la música rock y de reflejar además todo el mundo que se desprende del fenómeno rockanrolero: la contracultura, las distintas influencias que cambiaron todos los sentidos, el arte pop en la mirada, en los discos… 

La tribu accidental 

En el caso de la nueva narrativa venezolana, siento que todavía se arrastra mucho esa especie de pulsión literaria donde lo rural o el paisaje juegan un papel determinante. Ha habido como una incapacidad más o menos manifiesta de asumir el tema urbano o de asumir una narrativa de personajes, personajes que se apasionan, que tienen dramas, que tienen dolores. ¿Sientes que en el caso mexicano se puede hablar de una generación que ha logrado superar ese escollo? 

Hay muchos puntos de confluencia y también hay muchas cosas dispares. Incluso en la obra de un solo escritor hay muchos momentos distintos. Yo, por ejemplo, al escribir un libro como Tiempo transcurrido estaba tratando de ejercitar un tipo de escritura que es bastante distinta a la que después he hecho en otros lados. Dentro de La alcoba dormida, que es una selección, se notan esos distintos registros. O al escribir para niños, o al hacer una novela como El disparo de Argón. Sin embargo, creo que como preocupación común podríamos decir que, por un lado, existe la necesidad de dar cuenta en la literatura de una historia que no se ha podido analizar, que no se ha podido contar de manera satisfactoria. México es un país donde hay una interpretación muy oficial de la historia (y la sigue habiendo), donde héroes que estaban peleados entre sí se nos presentan como si fueran hermanos sucesivos cuando en realidad luchaban por matarse. En síntesis, hay una preocupación por investigar la historia, ya sea la historia reciente o incluso la historia de la Revolución mexicana, desde la literatura. Por otra parte, a mí lo que me parece más estimulante es la posibilidad de ver, de una manera más o menos simbólica, lo que es la historia o lo que es el paso del tiempo. Es decir, no ser necesariamente fiel a una servidumbre de datos, de hechos, sino a la trama más genuina que estaba detrás como un dibujo oculto. Entonces, muchas veces, al tratar de indagar en la historia, al tratar de saber cómo ocurrieron las cosas, lo que tú acabas contando no es sobre esos personajes que realmente existieron ni sobre esos sucesos. Algo cobra venganza con el pasado, pues das cuenta de la trama oculta, de lo que simbólicamente estaba allí, de la temperatura del momento. Porque creo que sería aburridísimo, muy tedioso, y además poco arriesgado, que la novela tratara simplemente de sustituir a la historia, o al periodismo, o a la crónica. Se trata entonces, por un lado, de indagar lo que no se ha podido decir, pero, por el otro, y al mismo tiempo, de tomarle un pulso arbitrario, de desarreglarlo, de ver paradojas que no se habían visto, reinventando un poco el pasado y también la historia que estamos viviendo ahora.

¿Cómo ves el futuro de nuestra literatura? ¿Cómo ves las comunicaciones entre los nuevos autores, entre las propuestas narrativas? ¿Ves una coherencia en nuestro discurso global?

Desgraciadamente, ha habido mucho aislamiento entre los escritores de generaciones posteriores al boom en América Latina. Yo creo que ahora apenas empezamos a recuperar terreno. Las editoriales han tenido crisis severísimas en todos los países y los gobiernos militares han pulverizado la literatura. México ha sido una excepción en el sentido de que no ha habido una represión contra los escritores y, al mismo tiempo, ha sido un país de refugio para los escritores de América Latina. Esto a nosotros nos ha beneficiado muchísimo. Yo terminé el bachillerato en una escuela de refugiados españoles. Mi tesis de Sociología me la dirigió un argentino. Estuve en el taller de Augusto Monterroso, guatemalteco. Y antes en el de Miguel Donoso Pareja, ecuatoriano. He tenido trabajos periodísticos siempre al lado de uruguayos y argentinos. De modo que ha habido una continua posibilidad de dialogar con gente de otros lados. Sin embargo, esto nos ha vuelto demasiado cómodos a los mexicanos. No pensamos que hay que buscar información en otras partes porque hemos estado acostumbrados a discutir en terreno propio con otros latinoamericanos. Ahora, afortunadamente, ya no existe esta situación. Este es justamente el momento para que nosotros busquemos lo que se está haciendo en otras partes, porque es imposible que un libro chileno o que un libro colombiano lleguen a México. No hay manera. Tenemos que buscarlo nosotros. Y así tenemos que conformar lo que Dostoievsky llamaba “la tribu accidental”. Yo creo que podemos hacer una ciudad imaginaria de gentes a las que nos gusta lo mismo y constituir esta tribu imaginaria, esa ciudad accidental, desde el Orinoco, pasando por los Andes, hasta Ciudad de México. Creo que es un buen propósito.

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