Los Diablos Danzantes de Yare

Este texto es parte del libro El lenguaje de los diablosde la colección Patrimonio de la Biblioteca Digital Banesco. Este título fue editado por la Editorial Cyngular y Banesco Banco Universal. Los Diablos Danzantes de Venezuela, tradición y expresión popular en torno al ritual de Corpus Christi, recibió uno de los mayores reconocimientos durante el año 2012. La Unesco los incluyó en la lista de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Este libro es un homenaje a Los Diablos Danzantes como expresión popular tradicional venezolana, cargada de vitalidad y como ceremonia colectiva en la cual confluyen nuestras raíces europeas, indígenas y africanas. A través de estas páginas podemos reconstruir los diferentes aspectos de la estructura de la fiesta y reconocer en ellos los elementos originales de cada cultura que la construye. Descárgalo gratis en la Biblioteca Digital Banesco.

Todos los años, en un día como este, primer jueves de Corpus Christi, los diablos danzantes llenan las calles de San Francisco de Yare con sus rojas vestimentas llamativas, con sus feas máscaras, con la incansable movilidad de un baile frenético al son de maracas, cencerros, y el sordo, acompasado, interminable golpeteo del tambor.

Es un ritual pagano frente a la única torre de la iglesia colonial, frente al recinto abierto que comienza en mosaicos grises y blancos y termina en el altar mayor, donde San Francisco de Padua vigila, a medias en la penumbra olorosa a incienso, a esperma y a flores, y se abre como una flor de pan, llena del misterio de la fe cristiana, la hostia sagrada de las consagraciones. 

En la otra nave está Cristo. Dios atado a la columna, gimiente, lívido. El hombre expuesto a la burla de los otros hombres. 

Es frente a este campanario donde Venezuela celebra la más extraordinaria y fascinante fiesta por tradición.

Por aquí se va

San Francisco de Yare es capital municipal dentro de las fronteras políticas del distrito Lander del estado Miranda. El nombre de Yare distingue altas, azules y verdes serranías que baña la caliente brisa de Barlovento

Más allá, en el camino del mar, están Caucagua, Capaya, el río Tuy, la costa donde el negro alza su voz recia y las fascinantes grutas de la otra tradición: la costa clara pero llena de sombrías consejas; la montaña; los caminos por donde se pasean, en la hora triste del atardecer, morados cangrejos inmensos, como vivos lirios de agua. Está también el alma de Juan Pablo Sojo, animada por subterránea luz.

A San Francisco de Yare se llega por la carretera de El Valle, la que enlaza a Charallave y Ocumare. Por el camino de Santa Lucía. Conucos donde el maizal enfila sus espigas y las patillas son como piedras limosas. Donde las flores del frijolar parecen musgo morado.

La tierra es fértil, blanda, buena. Como la mujer. Los ranchos recuerdan a veces esas aldeas de las colonias francesas del África, sumidas en la miseria. Una negrita atraviesa la carretera con el hijo en el cuadril.

Saliendo de Caracas a las 7 de la mañana se puede desayunar hora y media más tarde en una de esas posadas camineras, de corredor de tejas al frente, mesa siempre puesta y una mata de trinitaria sobre la empalizada. De la cocina saldrán los sabrosos chicharrones de cochino, los huevos fritos o en revoltillo, las arepas calientes y el café con leche. La leche, naturalmente, es de pote. Y los huevos, americanos.

Curioseando papeles

En realidad, no se ha podido determinar exactamente el origen de los diablos danzantes. Juan Liscano trata de encontrarlo “en aquellos mamarraches o mamarrachos que dispersaban la multitud apiñada al paso del Santísimo, por las calles de Sevilla, de Valencia, de Granada, en un día semejante, y a los cuales hacen referencia numerosos escritos”. De paso, evoca las Folías, los Misterios del Gótico Medioevo, “las diabólicas carnestolendas que revivían las saturnales”.

Liscano, sincero y consciente investigador de nuestro folklore, ha estudiado a fondo y con cariño que otros no ponen en sus cosas, esta y las otras muy diversas manifestaciones de la tradición popular. Puede que esté en lo cierto.

Isabel Aretz, por su parte, está más o menos de acuerdo con Liscano. Su ensayo sobre los diablos, publicado en la Revista de Folklore (desgraciadamente relegada a un escaparate viejo), es un valioso y bien escrito documental, por demás completo, que todo interesado en el folklore venezolano debe leer. 

Salvador de Madariaga, sin referirse a Venezuela especialmente, habla en su Cuadro histórico de Las Indias de las “grotescas mascaradas que en la ciudad de Méjico solían ser obligado acompañamiento en las fiestas del Corpus”, pero no precisa la raíz de la costumbre ni la atribuye a influencia de negros o de indios o españoles, siquiera.

El escritor español trae a cuento las palabras con que el Arzobispo de Méjico para esa fecha (1544) condenaba cierto tipo de danza donde los hombres llevaban máscaras, vestían trajes de mujeres y estorbaban con su estruendo los rituales de la iglesia.

Madariaga reconoce la “especial actitud de los negros para las artes”. Encuentra en ellos condiciones de natos bailarines y predisposición fácil a la poesía y la música. En esto, piensa como el Padre Labat, quien en más de una ocasión se dejó sugestionar por el espectáculo no siempre edificante de los bailes de negros en tierras de América. Humboldt citó alguna vez “la alegría turbulenta de los negros”.

Los hombres y mujeres que visten de diablos en San Francisco de Yare, en un día como hoy, son hombres de color, oscuros campesinos de los valles del Tuy, mestizos y negros “café con leche”, fermentos raciales de aquellos que trajo a América la sospechosa y frustrada bondad de Bartolomé de Las Casas. 

Y esos vinieron de África directamente a nuestras costas. No pasearon bajo el sol de España ni recogieron allí el eco de otras tradiciones ni tuvieron tiempo de mirar, desde la escalerilla que bajaba a la podrida sentina, el esplendor de fiestas que ellos pudieran copiar andando el tiempo.

Los diablos de Yare tienen una raíz religiosa. Eso es evidente. Quienes visten el pantalón, la camisa, las medias y alpargatas coloradas, se cubren la cabeza con la máscara y bailan en el día de Corpus Christi, son gentes que pagan de esa guisa una promesa hecha al santo patrono de San Francisco, el San Francisco de Padua que alza su barba amarilla, como barba de maíz, sobre el oropelesco traje de obispo en su nicho del altar mayor.

Promesas por medio de las cuales se imploró al santo la propia curación de un mal, la salud de un familiar enfermo, la buena cosecha, el invierno a tiempo, el fin de la sequía, la abundante provisión.

Concretamente, los diablos forman una secta o sociedad a la cual pagan contribuciones y deben obediencia y obligaciones.

Están como aliados en la gran lucha contra la naturaleza adversa, contra los malos elementos de la tierra. Se consideran además, un poco culpables de todo; un poco diablos. Los azotes que reciben del capataz, la misma condición del disfraz, el mismo baile sofocante, son como expiaciones de la gran culpa.

Por ello mismo, por esa extraña y alucinante mescolanza, es que podría hablarse de paganismo y fe religiosa en el caso de los diablos, típicos de Venezuela. Tratar de encontrar otra raíz a la tradición es atentar contra el nacionalismo, contra esa reserva pura de la más hermosa herencia. Lo único que nos queda del pasado, aparte de los libros de historia apolillados.

El diablo viejo

Manuel Portero Moronta es en los tiempos modernos como la puerta abierta hacia los tiempos viejos. En él, en su piel de pergamino, en la voz que cada día se va poniendo más lejos, se perenniza la tradición de los diablos danzantes. De sus manos salen todos los años, como de las de un brujo, los mascarones grotescos que bailarán en el pueblo hasta desgajarse en el atrio de la iglesia, acezantes. De su boca surge el eco de la leyenda como viniendo de la misma entraña de la tierra fecunda.

La madre de Don Manuel, hoy convertida en árbol, nube o terrón, padeció cuando pequeña del mal de San Vito. Un día en la iglesia, su madrina hizo una promesa a San Francisco. La ahijada “bailaría diablos” hasta que muriera, si el santo la curaba. Y se curó. Únicamente en Corpus, día de cumplir su palabra, le daba el mal, que desaparecía bailando.

Un día, primer jueves de junio, la muchacha pretendió incumplir el voto y se fue a una hacienda en compañía de su madre. El tambor percutía en el pueblo, insistentemente, llamando a los diablos.

Las mujeres caminaban entre el monte. De pronto empezaron a oír a su derredor el chasqueo de la maraca y el metálico sonido del cencerro. 

Un diablo invisible e inexorable danzaba en torno, sobre el monte verde, al paso asustado de las dos.

Ante aquel aviso, la madre llegó al pueblo y enseguida fue a mezclarse a la comparsa. Nunca más olvidó la promesa, hasta que la venció la muerte. Sin embargo, los otros diablos bailaron ante ella, ante su lecho, uno a uno. Era una escena impresionante. La danza frenética del diablo abriendo el camino de la paz eterna.

Esto lo cuenta el viejo Portero Moronta. Hay también quien crea en San Francisco que si al santo se le baja de su altar todos los valles del Tuy se inundarían, perecerían las gentes, el río se llevaría los conucos. Y junto a una mano que intenta clavarse en tierra y junto a la ubre de una vaca que flota en el agua pantanosa como una rosada flor de cuatro pétalos tiernos, el agua arrastraría las horribles máscaras que Manuel Portero Moronta hiciera en tantos años de silenciosa forja artística. Los diablos de Yare están como clavados a la peana de San Francisco, al eterno mandato de la tradición, a lo que no muere. Al pueblo.

Estos son

Los diablos –veinte, cuarenta, setenta, ochenta– se van reuniendo frente a la plaza, que tiene un busto de Bolívar, sus árboles sombrosos, la paz de los pueblos venezolanos. Salen de los callejones, de las casas de paja, de algún matorral, del tiempo.

Rojo y máscaras. Cruces de palma bendita sobre el corazón. Paganismo, cristianismo y tradición. El rojo chilla, como los guacamayos. Rojo en los pies, en las piernas, en el pecho, en aquel manto que les recubre la cabeza y desde el cual cuelga la máscara. Rojo y negro. Rojo afuera y negro adentro. Rojo afuera y rojo adentro, donde se agita, tumultuosa, la corriente de la creencia y la superstición. Rojo que estride en la danza, en el paso, en el esguince, en el salto. Negro sudor y baile caliente, acompasado, insistente, frenético.

Allí vienen, pegados al tambor, como obedeciendo antiguas voces telúricas, viejas voces maternales, los promesantes. El cuero retemplado y el golpe de las maracas van despertando la danza. Cascabeles y cencerros levantan sus filos de metal, al fondo, como cortina de vidrio.

Allí se acercan. Aquí están. La tradición los ha llamado los diablos danzantes.

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