Ricardo Chaneton: “Somos restauradores”

La entrevista “Somos restauradores”, escrita por Keila Vall de la Ville, forma parte del libro Nuevo país de la gastronomía de la colección Los rostros del futuro de la Biblioteca Digital Banesco. El título está disponible para su descarga gratuita en Banesco.com
Por Keila Vall
Foto: MONO

Ricardo Chaneton (Caracas, 1987) ha trabajado con algunos de los chefs más importantes del mundo. En 2022 se convirtió en el primer venezolano dueño de un restaurante con estrella Michelin y, desde entonces, su restaurante MONO, también Tatler Hong Kong Restaurant of the Year y 41 en la lista Asia’s 50 Best Restaurants 2023, se ha asentado acercando la tradición francesa a su propia herencia. Su meta es construir un puente entre ambos continentes manteniendo una impronta de autor.

Es lo más importante: con qué intención haces lo que haces

La cocina es como la música, es un idioma para hacer a la gente feliz. Lo más importante es que te expreses y que seas tú mismo. Hoy me siento de esta manera y hago las cosas así y mañana hago las cosas de esta otra forma. El mejor cocinero es la abuela, que sin mucho en la nevera ni un menú siempre cocina rico, dependiendo de cómo se siente, a quién le cocina y qué ingredientes tiene. La intención no solo se come, también se respira, se escucha, se ve. Se lo digo al staff: cuando ves cara a cara al cliente sabes para quién va lo que preparas. Es lo más importante: con qué intención haces lo que haces. 

Mi razón de ser es restaurar a las personas

La palabra es bonita, viene del francés restaurer: restaurar o alimentar. Somos restauradores. Las personas que entran por la puerta de tu restaurante vienen a ser restauradas del hambre, el estado de ánimo, la curiosidad, el deseo, la inquietud. Es tu oportunidad de apretar el botón de reset y hacer que se sientan bien, renovadas, contentas, de que vivan una experiencia bonita, de que sean alimentadas, ¡ya sea en el ego!, la imaginación, las ganas de celebrar y, claro, el organismo. Cuando invitas gente a tu casa: igual, y eso es muy bonito. Al descubrir la etimología de la palabra «restaurante» me dije: «Guau, mi razón de ser es restaurar a las personas». Tener un buen restaurante solo es posible si entiendes el significado de la palabra.

Uno, dos, tres, cuatro colegios

Yo nací el 3 de agosto de 1987 en la clínica Leopoldo Aguerrevere, en Caracas. Mi papá es venezolano y mi mamá ítalo-colombiana, y viví primero con mis abuelos, en Bello Monte. Cuando mis padres se divorciaron, viví entre La Alameda, con mi mamá, y San Antonio de los Altos, con mi papá. En Caracas iba a una guardería que se llama Virgen de Lourdes, en Chuao, y estudié primaria en el Colegio Chávez, junto a la Embajada Americana. Nadaba en el Valle Arriba Athletic Club. En San Antonio fui a uno, dos, tres, cuatro colegios. Quizás era mala conducta, no me portaba tan bien. Estudié bachillerato en el Santo Tomás de Villanueva, Caracas, y, llegado el momento, elegí Medicina. Presenté la prueba en la UCV sin estudiar y, claro, no pasé. Fue un golpe, me aterrizó y me enseñó que hay que prepararse, y que esa carrera no era para mí, yo no soy de estudiar al caletre, soy creativo, supongo. Pero mi papá quería que fuese licenciado así que elegí Relaciones Industriales en la Universidad Católica; empecé en Sociología y la cantidad de lecturas complicadas: literatura, psicología, me bloqueó. Mi papá se molestó, había perdido la plata. Cuando propuse Hotelería y Turismo en la Universidad Nueva Esparta, dijo: «No podemos pagarla». Fue así que, buscando estudiar esa carrera en la Universidad de Oriente, pública, me fui a Margarita con mi abuelo italiano que vivía solo. Pero las inscripciones habían pasado. Debía esperar un año. 

Chef seré cuando me muera

Siempre había hecho deportes de mar, regatas de vela ligera, sunfish, surfeaba mucho. En una de esas, en una fiesta, me presentan a Daniel. «¿Qué haces?». Y yo: «De vacaciones, buscando qué hacer con mi vida». Y él: «Yo estudio cocina». Me contó con tanto amor sobre su trabajo: «Es increíble, deberías intentarlo». Yo nunca pensé en trabajar en un restaurante. Llamé a mi papá: «Me devuelvo a Caracas». Me fue a buscar al ferry de La Guaira y subiendo por la autopista le di la noticia. Dijo que no me pagaría la carrera de cocinero, y que no podía ser cocinero sin estudiar. Con las maletas y la tabla de surf en el techo, ¡así mismo!, nos desviamos a la pizzería de su amigo Roberto: «Mira, este gafo quiere ser cocinero, ¿tendrás un trabajo para él?». Me inscribí en una escuela en San Antonio, trabajé de noche para pagar mis estudios, y me gradué de profesional de Artes Culinarias. Me gusta el título; chef quiere decir jefe, hoy día mi cargo es chef, sí. Pero chef seré cuando me muera. Cuando aprenda todo lo que tenía que aprender.

Sabía que estaba hecho para esto

El primer día de servicio me di cuenta de que eso era lo mío. Me apasionó la adrenalina, el olor a grasa en la ropa porque la extracción de esa cocina era malísima; Mauro era un borracho: tenía bajo su puesto de trabajo dos botellas de anís de un litro. A mí no me gusta el alcohol, pero me dije: «Vas a aprender de gente fascinante». De allí me fui al Texas City de San Antonio, de doscientos cubiertos: parrilla, papa, ensalada, mucho whisky. Trabajaba con cocineros de la vieja escuela, uno llevaba el cuchillo como un machete a la cintura: recorrió el mundo cocinando en barcos de carga. Mi trabajo era el usual de aprendiz: limpiar carnes, guacales de vegetales, de pollo, marinar y guardar en el congelador. Luego estaba en la parrilla y, si no estaba el jefe, yo estaba a cargo. De allí, fui a uno de sushi, Kansai. Mi primera tarea fue hacer wasabi a partir del polvo en bolsas enormes y sufrí, se reían de mí, había sido a propósito. No me lo tomé mal, no me quejé. Me gritaban y no me importaba, había sido mi elección, era mi obligación y un acto de amor, ya sabía que estaba hecho para esto. Mi primer jefe se llamaba Mauro. Y el último chef para el que trabajé se llama Mauro. Un ciclo.

¿Puedes empezar mañana?

Empecé a estudiar videos y libros, y supe que quería hacer lo que amaba en un ambiente profesional. En Caracas busqué trabajo en tres restaurantes muy famosos: Sibaris, en Las Mercedes, liderado por el chef Federico Tischler; Alto en Los Palos Grandes, liderado por Carlos García; y Le Gourmet en el Hotel Tamanaco Intercontinental, con Tomás Fernández. Imprimí tres currículos y una tarde los llevé caminando por la principal de Las Mercedes. Primero: Sibaris. Veo a Federico bajándose del carro, salgo corriendo tras él, y me cierra la puerta en la cara. Fui quizás muy emotivo: «¡Espérate!». Quizás pensaba que lo iba a robar. «¡No cierres!». No pude dejárselo. Seguí a Le Gourmet. Me mandaron a la entrada de la cocina, de servicio. No estaba el chef, así que ahí lo dejé. Entonces, Alto. Carlos dijo: «No estamos buscando, y tu currículum no tiene nivel. No estamos interesados». Al día siguiente me llamó Tomás: «Quisiera conocerte». Después de la entrevista me preguntó: «¿Puedes empezar mañana?».

Un marinero nunca se lanza al agua sin revisar su barca

Un día le pregunté: «Tomás, ¿por qué me llamaste?». Me respondió: «Por lo que escribiste

en tu currículum. Por tu relación con el mar; un marinero no se lanza al agua sin revisar su barca, su aparejo, y un cocinero tampoco debería. Si tienes esa base, tienes todo». Gracias a esto aprendí que debes conocer los intereses y las fortalezas de tu staff. Trabajé ahí un año, llegué a ser sous-chef. Pero Tomás nunca estaba y me caían todos los problemas. Me rodeaba el desorden. Poca seriedad, drogas, vicio. Yo no consumía drogas, pero aquello era un desastre. Me quemé. Renuncié intempestivamente; me arrepiento. Y más atrás se fue Tomás. Fui a trabajar en la imprenta del papá de mi novia como asistente, secretario, chofer de camión; cargaba cajas en carretillas, hacía repartos. De nueve a cinco. Me gustaba, quiero mucho a esa familia. Pero empecé a extrañar la cocina.

La cocina fue mi escape, mi refugio, mi escondite, mi todo

En Venezuela ya había tocado la puerta en los mejores restaurantes, de uno me había ido y los otros dos me habían rechazado. Entonces Juan Luis Martínez, de Le Gourmet, hoy día dueño del famoso Mérito, en Lima, me recomendó España, él había hecho pasantías allí. Investigué y me interesó un restaurante de dos estrellas Michelin, El Poblet, que hoy se llama como su chef, Quique Dacosta; y otro de tres, Akelarre. Juan me dijo: «El de dos demanda más atención, busca mantenerse a flote, y ganar. El de tres, solo mantenerse sin perder». Seguí su consejo. Llegando a Le Poblet trabajé catorce horas diarias non-stop por diez días, lavando la batería de cocina, todas las ollas, sartenes. Un día el jefe, Ricard Tobella, me pregunta: «Nene, ¿hace cuánto llegaste?, ¡soy un desgraciado, no has tenido una hora de descanso!». Le dije: «Tranquilo, yo vengo a trabajar, no pasa nada». Me dio medio día libre. Salí, llamé a Caracas desde el monedero de la esquina, y mi novia me dejó. Lloré mucho. ¿Qué hago acá? No tengo nada. ¿Por qué me vine? Me dije: «No vuelvo a Venezuela, ¿a qué?, no tengo mi novia, mi mamá vive en Colombia, mi papá y yo somos independientes, mi relación con mi familia es distante, aunque nos amemos». Me había olvidado de amigos, días libres, cumpleaños, navidades. La cocina fue mi escape, mi refugio, mi escondite, mi todo. 

Esto es de mi parte

Un año más tarde le dije a Ricard: «Quisiera aprender algo nuevo». Habló en Casa Marcial, en Asturias, del chef Nacho Manzano, y en Paolo Casagrande en Laco di Como en Italia. Ambos me aceptaron, pero yo quería España y la propuesta de Casa Marcial era mala. Entonces el maître d’hôtel de Quique Dacosta, Didier Fertilati, me conectó con Mirazur, de una estrella Michelin en la Costa Azul, de Mauro Colagreco. Me entrevistaron y me ofrecieron un puesto. Entonces Quique me citó en su oficina y me compró el tique de tren desde su computadora: «Esto es de mi parte». 

Es un desastre, pero que bonito

Mirazur ahora tiene tres estrellas. Allí trabajé siete años, pasó algo: llegué donde siempre quise llegar, un lugar donde se cocina de verdad, con jardín, pescados recién traídos de la orilla: el sueño. Pero, aparte de eso, una anécdota: a mí me gusta improvisar y trabajo mejor bajo presión. Llego, dejo la maleta en la habitación compartida que me dio el restaurante mientras conseguía lo mío, y me invitan a ver la cocina. Subiendo las escaleras, escucho los gritos, las cacerolas, ese sonido. Y veo a Mauro Colagreco tirando las cacerolas en la pared: «Hola, Ricardo»; en español. «Mañana te espero aquí». Me dije: «Esto es un desastre, pero qué bonito». 

Me está costando estar bien conmigo mismo

Yo era garde manager, jefe de partida de cuarto frío, a cargo de ensaladas, platos crudos, tartar. En Mirazur el menú depende de lo que hay en el jardín. Mi partida era importante: recogía las hierbas, flores, vegetales y frutas para diferentes partidas. Empezaba a las cinco de la mañana y llevaba todo al restaurante para hacer la mise en place. Pero me pasaron dos cosas: los sous-chefs me hicieron una guerra psicológica muy fuerte: «Sudamericano de porquería, vete a tu país, no sirves para nada». Y aún peor: les pasaba la orden de mis ingredientes, la crema, la leche, la mantequilla, y no los compraban: «Ah, se me olvidó». «¡Pero yo te lo anoté!». «Ah, cómpralo con tu dinero». Debía ir al centro y gastar de mi bolsillo para cocinar. Le dije a Mauro: «No puedo trabajar así, estos dos franceses son unos racistas de porquería, no puedo cocinar así y no puedo pagar cada día los ingredientes de mi bolsillo, y no es justo, me está costando estar bien conmigo mismo». Mauro dijo: «Vamos a resolver».

No sé cuántos años tengo cocinando, no los he visto, no sé dónde se fueron

Al llegar a España dormía en una colchoneta en un apartamento estudio con cuatro más. Un baño y una inducción, y a trabajar. Ser inmigrante es duro, pero si te aferras a lo que te gusta, es distinto. Volvimos al tiempo de los abuelos, que trabajaban con entrega de cinco de la mañana a diez de la noche sin parar. La gente surge solo cuando ve su trabajo como forma de vida, no como obligación de nueve a cinco. Ser inmigrante es bonito y muy duro: elegiste una puerta, saliste de tu zona de confort buscando algo nuevo. Hay que trabajar, no hay otra, y no quejarse. Mirazur me dio por tres años un apartamento y así pude ahorrar. Como trabajaba tanto, no salía y no gastaba, era como vivir en un barco: dieciséis, diecisiete horas al día non-stop: hueles mal, no vas al baño, ¡es horrible!, y bonito, no ves las horas pasadas. Para ser el mejor hay que adoptar el trabajo como forma de vida. Nada cae del cielo. Y no hablo de dinero, sino de la satisfacción de hacer bien tu trabajo y de que te busquen por eso. A veces tengo miedo, hoy tengo miedo, pero dejo que el destino me lleve. La vida también es improvisar, sentir. No sé cuántos años tengo cocinando, no los he visto, no sé dónde se fueron, esta es mi vida, es como respirar, yo no cuento las inhalaciones y exhalaciones en un día. 

Increíble, pero yo no sé hacer eso. El respondió: “yo tampoco”

En 2012 de Shanghái invitan a Mauro a abrir su primer restaurante fuera de Mirazur, y él me dice: «Quiero que me ayudes a organizar los equipos, ver los mercados, los ingredientes». Respondí: «Shanghái, increíble, pero yo no sé hacer eso». Él respondió: «Yo tampoco». Durante un año viví un mes en Francia, uno en China. La exposición a una cultura diferente te cambia. En una de esas conocí a una chica australiana, nos enamoramos, se vino a Francia, y nos casamos. Pero no le gustó Francia, así que en noviembre de 2015 le dije a Mauro que me iba. «Okey», dijo, «pero quisiera que abras este invierno, seas el chef, diseñes menú, y evalúes el mercado». Acepté. Mi esposa no estaba contenta. Al terminar la temporada me contactaron de Petrus, un clásico francés en Hong Kong, y como a mi esposa le encantaba la idea, acepté. Pero estábamos mal. Nos divorciamos en tres meses. De nuevo me sumergí en la cocina. 

Hacíamos croquis sobre servilletas, como en las películas 

Estuve en Petrus casi cuatro años. A partir de cierto día una de mis clientes regulares, Yen Wong, que iba siempre con su esposo y su suegro, empezó a pedirme: «Prepara algo tuyo, ya no quiero francés clásico». Fue así que, cuando decidí dejar Petrus, pues pensaba irme a Latinoamérica, me invitó a abrir algo juntos. Nació MONO. Fue un año estresante, de protestas, la economía se caía, la gente no salía a comer, no había turismo. Yo no tenía plata para invertir. Sin diseñador, hacíamos croquis en servilletas, poníamos un trozo de cuero con una piedra y un plato buscando imaginar cómo se vería. Creamos el concepto: cómo será la comida. Dije: «Latinoamericano afrancesado». Yen respondió: «No creo que la gente lo entienda». «Pero si busco que la gente entienda, quizás no me entiendo yo», respondí. «Debo hacer algo que pueda explicar». Me dijo: «Hazlo»

Una máquina del tiempo me lo dijo todo

MONO: uno solo. Uno, el concepto era singular, el único restaurante latinoamericano fine dining de Asia. Luego, un solo menú. Luego, la escuela mono-ha. Cuando creé la playlist en Spotify, todo cuadró. Había olvidado que crecí rodeado de cientos de discos en vinil, mi papá es un colector empedernido. Un día me llama: «Te voy hacer un regalo». A punto de abrir MONO llegó la caja con los discos. Una máquina del tiempo me lo dijo todo. Ahora tengo un plato second hand y una gran colección de discos: MONO es también por el audio. Tenemos dos private rooms, y uno se llama Mono y el otro Stereo. Y puesto que al ser fine dining no podemos hacer take out, en la pandemia creamos una plataforma de takeaway: Stereo by Mono. Por último, ya que siempre preguntaban, decidimos compartir la información sobre los ingredientes mediante un libro: la Monopedia. En nuestra web están el playlist y la Monopedia.

Ahora mono es ir a comer donde Ricardo

Además de latinoamericano afrancesado, ahora MONO es ir a comer donde Ricardo: a ver qué tiene en el menú. Es cocina de autor, yo hablando a través de la comida. Hay un concepto, un tag, una dirección, pero el menú cambia siempre excepto el pan, la masa madre hoy tiene 1.761 días viva; y el langostino con cacao, una locura, cuando lo quité no dejaban de pedirlo. Tuvimos una arepita en homenaje a Venezuela, y ahora si tengo un venezolano comiendo corro a la cocina, la hago y relleno con lo que tenga, y la mando de sorpresa

Dicen: “yo vine de Singapur, de Dubái, a esta experiencia”

En los restaurantes de esta categoría la gente espera lo que no espera. Si veo a una persona con piel de gallina en el counter, me pregunto: «¿Tendrá frío?». Pido que le lleven uno de los shawls de baby alpaca. Te anticipas, estás a la espera de que algo pase, y eso es bonito. Te dicen: «Yo vine de Singapur, de Dubái, a esta experiencia». No puedes intervenir en la vida del cliente antes de llegar, pero sí hacer todo porque la experiencia en MONO sea perfecta. Limpiamos el ascensor, sus puertas, marcos, si veo un papel en el piso del lobby lo recojo. Un restaurante de una estrella Michelin justifica pararse; uno de dos, el detour; y uno de tres, el special journey. En tal sentido MONO ya es tres estrellas, la gente viene especialmente a comer acá.

Un homenaje a mi heritage

El menú está cambiando. Latinoamérica siempre está ahí, pero me siento cómodo usando productos italianos, por mi herencia, y asiáticos, el lugar donde nacieron mis dos hijos, donde hago vida desde hace ocho años. Soy cauteloso y la propuesta se ha recibido muy bien. Mi compañera es francesa, la conocí acá. Tenemos dos hijos, ella trabaja también en restauración, es gerente de alimentos y bebidas en un hotel muy famoso. Acá encuentran raro que tengas hijos sin casarte, pero qué más compromiso que este, mi hijo mayor tiene tres años y medio, y el menor uno y medio.

Descubrir, sorprenderse, decir ¡guau!

Una de las cualidades de un cocinero con estrellas Michelin es la maestría al asociar sabores inesperados que al paladar son increíbles. Sirvo una ostra de mucha calidad, riquísima, la concha es rosada, rara. Se llama Tarbouriech, del lago de Sète, de agua dulce y salada al sur de Francia. La cocino en mezcal y asocio con cambur. ¿Banana with oyster? Mezcal, ok, ¿banana? ¿Y por qué no? Es del sudeste asiático pero los latinos la dominamos más. Los restaurantes deben permitir descubrir, sorprenderse, decir ¡guau! Teníamos un postre de arequipe, de leche de Hokkaido, con guanábana y pimienta larga de Indonesia, aromática y picante. Nuestro langostino con cacao asombra a la gente: ¡no imaginé que hacer chocolate requiriese tantos pasos! Rompe un paradigma: es que no es chocolate, son cacao expressions. Cabezas de langostino y salsa de cacao fermentado en hojas de banana como aprendí en Venezuela; mucílago de la fruta solo abierta; y té de la semilla. 

Los premios son una recompensa al trabajo duro de un equipo 

Los premios recompensan el trabajo de un equipo y dan estabilidad. Los chicos en MONO trabajan muchísimo y vienen buscando ese reto, aprender y mejorar. Los clientes están locos por venir, y ellos por trabajar acá. Este es mi compromiso. El edificio de MONO tiene veintinueve pisos y muchísimos restaurantes. El desafío es mantenerse en el radar, no perder mucho y seguir ofreciendo algo inédito. Tienes altos gastos en staff, en Hong Kong los ingredientes son de los más costosos del mundo, el alquiler te mata. Un premio da estabilidad, credibilidad y visibilidad, hace que la gente venga hacia ti, ser financieramente independiente, cubrir gastos y ofrecer los mejores ingredientes.

Hablo de la guía Michelín porque allí está todo

Según la guía Michelin los criterios para apreciar un local son: calidad de los productos, dominio de las técnicas culinarias y las cocciones, armonía de sabores, personalidad de la cocina tal y como es plasmada en el plato, y regularidad de la calidad ofrecida, la consistencia. A mi staff le hablo de la guía Michelin porque allí está todo, no por asuntos de ego. Estos cinco criterios unidos al sentido de una, dos y tres estrellas dan la base a un buen restaurante. Las estrellas son reevaluadas anualmente por inspectores anónimos. Tener un concepto y personalidad es fácil, ajá: restaurante latino, soy venezolano, uso ingredientes latinoamericanos. Bien. Armonía de los sabores, okey: hago una ostra con banana y sabe bien. Técnicas, tengo. ¿Calidad? Sirvo el mejor abalón, que viene de Ecuador. Listo. Pero hay que ser consistente y consistente con la consistencia. Es lo más difícil. A veces es por lo que se pierden estrellas. 

Lo sexy es algo que quieres y no puedes tener

Cada chef sigue un proceso creativo diferente. Hay quien prepara un plato y se sienta, lo prueba, lo ajusta. Yo detesto eso. Escribo un menú en un papel y en dos semanas lo leo y me digo: «Qué demonios estabas pensando». Ya no me gusta, a empezar de cero. Esto me lo dijo Tomás: «Lo sexy es eso que quieres y no puedes tener, y lo sexual, algo orgánico que tocas y ya está». Prefiero admirar mis platos de lejos y ver cómo la gente los disfruta por mí. Soy así. Prefiero lo sexy. ¿Y por qué soy así? Por Mirazur, que no tiene un menú fijo, la gente se sienta y pide una opción: las más caras tienen más platos más pequeños y de productos más costosos. Las menos caras, porciones más grandes, menos costosos. Todo depende del jardín, de la pesca. Sueño cocinar así, todos los días de cero. En Francia puedes hacerlo. Tienes el producto, un equipo, la cultura. En Hong Kong todo es importado, pides un cordero y llega en siete, diez días. Imposible adaptarse a diario, así que cambio el menú. 

Que la gente se sorprenda, disfrute, diga: “guau, nunca esperé esto”

MONO es mi primera vez, es mi sueño hecho realidad, es mi primer hijo. Es mi prioridad número uno. Estoy asustado todos los días, no sé qué va a pasar. Pero lo que me da miedo es lo más bonito, cuando tienes miedo, algo bueno pasa. Lo que verdaderamente temo es perder la fidelidad del cliente, dejar de ser bueno, perder ese hook. Mi meta es no necesitar de estrellas para que el restaurante esté lleno, que la gente disfrute, se sorprenda y diga: «Guau, nunca esperé esto». Al mismo tiempo estoy expandiéndome. Tengo un restaurante en China, en Shenzhen, que se llama Mesa, de cocina latino-española. Le va muy bien. No es fine dining, son platos para compartir: arroces, tortillas de papa, causa limeña, tiraditos, churros. Soy chef ejecutivo de Salisterra, un restaurante high end que busca ser mediterráneo. Abrió hace tres años, pero sin una dirección clara. Están muy contentos. 

Me pongo la chef jacket y me transformo: esto es quien soy yo

Me identifico con un músico de jazz de los cincuenta. No por la vida disipada, sino por su entrega al trabajo, el sacrificio, la seriedad y por su capacidad de improvisación, me encanta la improvisación, que un cliente llegue: «Hazme algo nuevo», en un momento prepare algo, y me diga: «Guau». Gran parte de mi vida la he llevado improvisando, sabiendo cómo tocar el instrumento y usándolo para expresarme. Soy tímido, pero al ponerme mi chef jacket y entrar en la cocina, me transformo, me abro, comparto, converso con los clientes, es como si el traje me diera un superpoder. En cuanto me lo quito, vuelvo a ser la persona calma, que escucha, que habla poco, mesurada. Me pongo la chef jacket y me transformo: esto es quien yo soy.

El país más bonito del mundo 

El dueño de la cadena hotelera Shangri-La, donde está el restaurante Petrus, Robert Kuok, nació en Malasia en una familia muy pobre, e hizo muchísimo dinero con la caña de azúcar. Tanto que con su empresa salvó la economía china. Es una persona muy humana que viene de la nada y ayuda a mucha gente alrededor de él. Él siempre iba a comer a Petrus. Y es un verdadero señor, llega antes que sus invitados, tiene ciento dos años, una vez llevó a Sarkozy. Una vez yo entré a saludarlo al private room y me dijo: «Tú eres el nuevo chef, ¿de dónde eres?». «Yo soy de Venezuela». «Ah», respondió, «el país más bonito del mundo». 

Venezuela dio tanto a tanta gente

Venezuela es un país que lo tiene todo y que es lo que es: un país hermoso. Cuando nos digamos que somos buenos, que lo estamos haciendo bien, eso es un virus. No estoy de acuerdo con el gobierno que tenemos, debo decirlo. Tantos recursos y lo básico no está cubierto. Pero los venezolanos, y más quienes estamos afuera, debemos ser positivos. Venezuela tiene mala imagen, pero gente y cosas malas hay en todos lados. Gracias a Hong Kong entendí que Venezuela no es política, cuando dices de dónde eres nunca te hablan de política, inseguridad, sino de las mujeres bellas y los recursos naturales. Mucha gente acá viajó a Los Roques, al Salto Ángel, recuerdan la arepa, las playas, Caracas, el Ávila. Venezuela dio tanto a tanta gente.

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