Del centro de toda la vida (I) 

Publicado : 22 enero, 2025

Categoria : Destacados, RSE

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Este texto forma parte de la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas, una propuesta del periodista Pedro García Otero para reencontrarnos con la ciudad.
Por Pedro García Otero 

Aterradora ternura -contradictorio sentimiento: caminar por las calles de tu infancia, tu juventud, y ahora, tu adultez mayor, las que han visto pasar toda tu vida, recuerdos, amores y desengaños. Gente que ya no está, que ya fue, esquinas y balcones que se llenan de fantasmas. 

He tenido la suerte -otros podrían llamarla infortunio- de haber pasado toda mi existencia a menos de un kilómetro lineal del lugar en el que nací, la Maternidad Santa Ana, que sigue trayendo niños al mundo. Más caraqueño, sólo si hubiera nacido en la Concepción Palacios, pero no me quejo; La Candelaria, San José, San Bernardino, La Pastora y Altagracia (sería injusto no mencionarla) conforman el pentágono mágico de parroquias en las que ha transcurrido mi vida. Es, por supuesto, Caracas, bien cerca del Ávila.

Ibsen Martínez, recientemente fallecido, decía que la historia de esta ciudad es la de la eterna conquista de su este. La movilidad social ascendente se correspondió siempre con mudarse a Chacao, Baruta o El Hatillo; eterno desiderátum de una clase media que consiguió en Los Palos Grandes, El Cafetal, Macaracuay o La Boyera, en algún momento (y por citar solo cuatro urbanizaciones que tienen menos de 60 años), la cúspide de sus sueños, la tan anhelada y esquiva calidad de vida. 

Así, las promesas de menos aglomeración poblacional; menos transporte público (por lo tanto, más “burbuja”), más centros comerciales, todo lo que en un momento significó el “desarrollo” de una ciudad que creció por y para servir al Dios automóvil, especialmente en el momento en el que más creció, fueron motivos que se conjuraron para hacer de este centro, mi centro, una suerte de no man’s land donde, aunque pasaban muchas cosas (entre ellas todas las que tienen que ver con los poderes públicos) había que huir lo más rápidamente posible. 

Un centro que, en el imaginario del venezolano moderno, sobre todo en los años del desarrollismo desatado, estaba amarrado al pasado, con su nomenclatura de esquinas, tan costumbrista como ineficaz; un centro que, paradójicamente, al menos tres generaciones de caraqueños (la mía, la siguiente y mucho más la de los nacidos después del 2000) desconocen así sea de paso, en el que nunca entraron a la Catedral, ni subieron El Calvario, alimentaron a las ardillas de la Plaza Bolívar, o vieron las torres del Panteón Nacional enmarcadas en el Ávila majestuoso.

Pero por aquí nos quedamos muchos, y pasaron otros tantos, especialmente los hijos de la última gran ola de inmigración de la posguerra: buena parte de los gallegos (y luego los colombianos) en La Candelaria, los judíos en San Bernardino, los italianos en la avenida Victoria, los árabes (y luego los chinos) en la avenida Baralt, la gente de todos lados en la avenida Lecuna, en Santa Rosalía o Santa Teresa, de Pinto a Miseria, de Peligro a Pele el Ojo. Será costumbrista, ineficaz o lo que se quiera, pero yo tuve el orgullo de pasar más de la mitad de mi vida entre las esquinas de San Miguel y San Enrique, en la avenida Fuerzas Armadas. 

Y eso me hace sentirme caraqueño, pese a que (o quizás por qué) mis padres formaron, justamente, parte de esa última ola de migración. Extranjeros, porque en Caracas son muy pocos los que pueden decir que son caraqueños de toda la vida. Yo quiero serlo, ser “del centro de toda la vida”, como mi hija dice que somos, y no le falta razón. 

Arraigo: palabra extraña en una ciudad y en un país en el que la regla es su antónimo. “Ah, pero el centro es feo, es inseguro, está sucio, huele mal, hay locos”, me dicen unánimemente, y tienen razón. Quienes nos quedamos aquí hicimos una negociación, soportamos todo eso a cambio de la comodidad de poder hacer una vida a pie, que -creo- es la manera más bonita de vivir una ciudad. Caminar por La Candelaria, San José o Altagracia me produce, aún hoy, un indetenible sentimiento de felicidad, de bienestar, de sentir que a pesar de todo estoy en mi ciudad y bajo mi cielo, en un sitio al que conozco íntimamente, del que he visto sus cambios, sus ires y venires, que son también mis ires y venires. 

En el prólogo de Cannery Row, uno de sus mejores libros, John Steinbeck se refiere al arrabal conservero de Monterrey, California, en los siguientes términos: “(…) es un poema, un hedor, un ruido chirriante, una cualidad de la luz, una tonalidad, un hábito, una nostalgia, un sueño (…)  Sus habitantes son —como un hombre dijo una vez— ‘prostitutas, jugadores, alcahuetes e hijos de perra’, queriendo significar con ello a todo el mundo. Si el hombre hubiese mirado por otro agujero, podría haber dicho: ‘santos, ángeles, mártires y seres benditos’, y hubiera dado a entender la misma cosa”.

Exactamente así me siento yo sobre el centro de mi Caracas; en estos tiempos, en los que se hacen tours (y se cobran en moneda dura) para conocer sus entrañas, que son como mi propia piel, yo se los doy gratis y con ñapa a todos mis amigos que han querido recorrerlo. 

Les cuento dónde estaba el balcón desde el que Emparan dijo “yo tampoco quiero mando”; les muestro la casa natal de Bolívar, los paseo por el bulevar Panteón y al final los llevo a comer al Beirut o al chino que está a una cuadra de la Plaza La Concordia y que ni sé cómo se llama, pero que producen, respectivamente, la mejor comida del Universo, sea libanesa o szechuán, esta última picante y babosa, the real deal

Y al final, todos me dicen que entienden un poquito mejor esta cosa de locos llamada Caracas, Venezuela, que la quieren un poquito más, pese a que, en efecto, está sucia, huele mal, hay indigencia y es insegura. Pero es que si no se conoce el centro de una ciudad no se conoce esa ciudad. 

Y vuelven a su cómodo este o al exterior, mientras yo me quedo aquí, con esa aterradora ternura, la de saber que estas calles estarán recibiendo otros pasos, albergando otros sueños, cuando ya no forme yo parte ni del recuerdo de ninguno de sus habitantes del futuro.

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