Por Víctor Amaya | @victoramaya
Fotos: Vladimir Marcano
Nacido en Cumaná, en 1980, encontró en la naturaleza el referente cambiante para explorar su propio mundo. Egresado del Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón, exploró durante una década sus obsesiones con lo efímero, a través de los factores mutantes del entorno. Ahora hurga en sí mismo para evolucionar como artista, mientras procura dejar registro de una generación que se siente amenazada por el olvido.
Los pinceles se quedan cortos, pequeños, insuficientes. Los mejores instrumentos son sus propias manos y algunas brochas, que sumerge en cuñetes completos de pintura espesa, viscosa. Paul se regodea en la mancha, en el color, en las sensaciones que se generan a partir del paisaje. Pero nunca en la forma, en la figura, en lo concreto.
No hay obra si no hay conflicto. En las telas de Paul se expurga la muerte, el tiempo, lo transitorio. Sus piezas son reflejos de obsesiones transfiguradas. Investiga y reflexiona sobre lo efímero, lo cambiante, convirtiendo la naturaleza en un lienzo. En su propuesta plástica, cada sombra es un elemento tan fugaz como determinante. «Establezco un pacto particular con los elementos del paisaje, hasta sentir que me los apropio. Cuando se habla de paisaje, siempre se piensa en elementos eternos, pero a mí me interesan los que me afectan: la luz, las nubes, el clima, las personas y hasta los puntos de vista. Esos son elementos transitorios que configuran la imagen.»
El arte de Paul no es figurativo. Como muchos, comenzó dibujando formas específicas, replicando lo que captaba su mirada. Lo hizo en su natal Cumaná, con sus primeros trazos. Luego experimentó con muros, cuando el grafiti fue su modo de expresión. Continuó al entrar en el Instituto Armando Reverón. «Era un trabajo muy simbólico, lecturas que trataban de transformar el mundo. Pero poco a poco iba entendiendo que no me interesa sino transformarme, concentrarme en el propio proceso de creación, cuando comienzas a intervenir una tela. Me estaba orientando hacia un trabajo gestual, siguiendo a Dubuffet»
Paul reconoce al maestro francés como un principio inspirador, fundamental para entender qué tipo de arte estaba haciendo. Dubuffet acuñó el término Art Brut para agrupar las obras que, no siendo de profesionales del arte, contenían sin embargo gran valor estético, como la de los niños, los pacientes mentales y hasta los prisioneros. Era el punto de partida de un arte sin preocupaciones intelectuales. «Es allí cuando me doy cuenta de que transformar la materia era más importante que el resultado. La obra es producto de una energía instantánea. Querer decir no es tan importante como la cuota de vida que se deja indeleble en la obra. Durante toda mi carrera he indagado en el hecho físico de hacer la obra, pues siempre hay un algo que está conectado con la identidad interior. Es una especie de ancla que me permite reencontrarme con la naturaleza profunda de las cosas.»
Nacido en 1980, con la sensibilidad a flor de piel, Paul se radica en Caracas en los albores del siglo XXI. Jacobo Borges cuenta que su vocación artística comienza en Catia, siendo aún niño, cuando descubrió que el Ávila cambiaba de color según el mes del año. Varias generaciones después, Paul tenía quince años cuando comenzó a notar gustos e impulsos relacionados con el arte. Aún no tenían concepto ni formato. «Pasábamos las vacaciones acampando en la playa, pero ya yo tenía esa inclinación por el paisaje, por ese espacio desolado de Araya, por ejemplo. No era un asunto de intuir si era artista o no, sino de ser sensible a los escenarios, como ya me pasaba con la literatura.»
Ahora, con treinta y siete años a cuestas, no puede precisar cuándo asumió su vida futura, es decir la actual. «Siempre fueron transiciones: cómo cambiaba el entorno, cómo vivía el paisaje, cómo adivinaba que a través del arte el mundo podía ser otro, podía entenderse de una manera distinta.»
“YA LLEVAMOS SESENTA AÑOS DE CONTEMPORANEIDAD, Y ME ATREVO A DECIR QUE EN ESTAS LATITUDES NO HEMOS ENTENDIDO EL SIGLO XXI”
Pintura con salitre
«En Cumaná no viví en ninguna casa frente al mar, sino en un apartamento. Era una de esas urbanizaciones donde el hogar termina siendo un dormitorio y abajo hay un enorme patio de juegos. Vida sin encierro en una ciudad apacible. No cambio mi infancia por nada del mundo. Mi adolescencia, además, fue privilegiada. Hay aspectos en la idiosincrasia cumanesa u oriental que no compartía, como pasar la noche jugando truco o bebiendo ron. Puedo entender que a algunos les guste, pero para mí era una pérdida de tiempo. Mis descubrimientos como adolescente fueron más bien solitarios, íntimos. Leí El viejo y el mar a los 13, pero no tenía con quién compartir eso. Iba mucho a la playa, al bosque, pero sin intereses compartidos. La pintura y los libros eran mi mundo.»
Paul vivía con su madre y sus hermanos, uno mayor y otro menor. «Mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven. En la casa éramos nosotros cuatro sin él, hasta que llegó mi hermana, cuando ya yo era adolescente. Mi madre me tuvo a los 18 años, y mi papá era mucho mayor que ella. Ambos eran muy hippies: tenían una mente muy abierta.
Por eso tuve una crianza permisiva, pero responsable. Lo único que nos decían era que recordáramos que todo lo que uno hace tiene el peso de nuestras decisiones, que había que hacer todo con mucha conciencia. Soy el único de la familia con inclinación al arte. Cuando mi madre lo supo, lo primero que me dijo era que tenía que irme de Cumaná, formarme afuera.»
Fue un aviso oportuno. Cumaná se le haría pequeña. Corría la década de los noventa y el futuro no tenía tanto salitre. «Ya yo había decidido dejar el bachillerato para inscribirme en una escuela de pintura. En esa época, llevaba aerosoles en mis bolsillos para hacer grafitis. Con eso sí pude establecer conexiones, porque era una especie de moda social. Eras aceptado y te ibas haciendo un nombre en una ciudad con pocos grafiteros. Además, en esa época el grafiti era aceptado, porque significaba apoderarse de la ciudad y ofrecerle una estética. El grafiti era el lado cool de la ciudad.»
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Coordinación editorial, compilación y edición de textos: Antonio López Ortega
Diseño: Verónica Alonso Suárez