Nos vemos en la panadería

“Nos vemos en la panadería”, escrito por Yelitza Linares, es el prefacio del libro Panaderías caraqueñas, la rica herencia de los inmigrantes. Este título de la Biblioteca Digital Banesco relata —a través de 10 crónicas periodísticas— el emprendimiento que realizaron inmigrantes europeos y del Medio Oriente durante el siglo XX en Venezuela.
Por Yelitza Linares Bello 

Era la tarde del 18 de julio de 2023 y estábamos probando el famoso pan gallego de la Angela, relleno con un chorizo portugués, cuando se presentó Marianna Martins, hija del dueño de la panadería de la Candelaria. Nos descubrió en una de las visitas de #IEPANenlaCalle, que pretendíamos hacer de manera anónima, para hallar los mejores panes de Caracas.

En medio de una gratísima conversación con la joven, me asaltó la historia de este libro, de la que no pude desprenderme hasta estas líneas que escribo para cerrar la edición.

Marianna, una abogada graduada en la UCV, había dejado su trabajo en la Fiscalía General de la República, en el turbulento año 2017, para cumplir funciones administrativas en el negocio que, desde 1990, regentaba su padre, Diamantino Martins, oriundo de Portugal.

Una semana antes, habíamos estado en la panadería Rosita, de Las Delicias, y también supimos cómo Roberto dos Santos, un administrador de formación, estaba expandiendo y remodelando el comercio fundado por su papá. La motivación había sido «hacerle un homenaje en vida» a su padre.

Emergió la serendipia: los fundadores de las panaderías caraqueñas, inmigrantes casi todos y llegados a nuestra patria a mediados del siglo XX, estaban comenzando a entregar el legado a sus descendientes o a gerentes más jóvenes.

Con el equipo de IEPAN y nuestra editora María Gabriela Méndez (una venezolana en Bogotá), fuimos más allá con otra premisa: develar cómo se trasladó el conocimiento de los inmigrantes europeos y del Medio Oriente a los panaderos caraqueños.

¿Por qué razón en Caracas se pueden comprar por igual panes gallegos, multicereales o pan pita a diferencia de otros países vecinos? Era natural que nuestra escuela armara este relato.

Siempre me han animado más las historias menudas que las de los grandes héroes, porque visibilizan la humanidad de otros campeones de la cotidianidad, revelan mayores detalles y diversidad y muestran otras narrativas de una nación.

Creo que esta obra es un buen ejemplo. En cada capítulo de estas 10 panaderías caraqueñas se podrán apreciar bosquejos del devenir de Venezuela en el siglo XX y, sobre todo, de los difíciles 24 años del siglo XXI.

Procuramos imaginar un relato que, además de homenajear a las panaderías como centros de encuentro en los que nos reconocemos, nos permitiera reconectarnos con los sabores de los panes que nos identifican —esa mezcla de cultura que comemos y somos— y con los valores que construimos con los inmigrantes y que tenemos tatuados, no importa dónde estemos.

No fue fácil escoger los negocios. La selección fue algo azarosa, pero tratamos de cumplir con cuatro criterios: 1) que un inmigrante lo haya fundado o sea su propietario,  2) que sus panes sean de calidad, 3) que tuvieran asiento en Caracas y 4) con arraigo en su comunidad. Con sentido de urgencia, nos planteamos concretar el proyecto con un equipo de cronistas.

También tratamos de seguir unas normas para escogerlas: que tuvieran una conexión con la panadería, como clientas; con la comunidad de inmigrantes de la que iban a escribir, o que fueran estudiosas de la gastronomía o aficionadas.

Y hablo en género femenino porque la lista lo terminó siendo. Ante mi preocupación por la falta de inclusión, el director de IEPAN, Juan Carlos Bruzual, se percató de un detalle: «Serán 10 mujeres contando la historia de 10 hombres».

Fue lo que nos planteamos al inicio, aunque nos encontramos con la sorpresa, que leerán en el último capítulo sobre la panadería Dolce Capricci, de que dos damas llevan el mando de la producción: la nonna Grazia Gentile y su hija Angela Di Lucia.

En las indagaciones iniciales, le preguntamos a la historiadora Inés Quintero si, además de Francisca Rodríguez —la mamá panadera del precursor de la Independencia, Francisco de Miranda—, hubo otras mujeres en el oficio durante el siglo XX. No tenía registro, pero nos sugirió: «Pregunten a los dueños de panaderías quién les enseñó a hacer pan, porque, seguro, fueron mujeres, que eran las que cocinaban y, probablemente, están invisibilizadas».

Efectivamente, así dimos con la historia de María a padeira, la madre que entrenó a Cristiano dos Santos, el fundador de la Rosita; la de María Saudade Ferreira de Correia, apasionada por el oficio y una de las dueñas de la panadería Inversiones Soleado, de la Alta Florida, y la de Alice de Truzman, la autora de la jalá de La Kasher del Este. Otras dueñas, hijas, esposas y gerentes aparecerán como piezas fundamentales en estos comercios.

Campeones en crisis

El libro comienza con la introducción que nos regaló el profesor Rafael Cartay, escritor especializado en historia de la alimentación, en la que presenta un resumen sobre cómo la panadería se fue transformando desde las culturas egipcia, griega y romana hasta llegar con los colonizadores españoles a la isla de Cubagua y, luego, con las oleadas de inmigrantes, a Caracas.

Se conocerá quiénes fueron los primeros dueños de las panaderías de la capital y otros detalles, como que, al inicio, fueron regentadas por españoles, franceses e italianos y terminaron en manos de portugueses.

Sigue una infografía de la ubicación de estos establecimientos en un mapa de Caracas, en la que se muestra el origen de los fundadores y subsiguientes dueños. Al comparar las fichas, surgió un dato interesante: seis de las diez fueron fundadas o reinauguradas un primero de enero.

Dada la antigüedad de los negocios, una dificultad que encontramos fue no dar con fundadores: algunos fallecieron y otros no dejaron rastro.

A partir de este abreboca gráfico, y en orden cronológico, en los siguientes capítulos siguen las crónicas que van construyendo lo que ha sido este país: de cómo estas panaderías han resistido, tanto la expansión urbanística de la ciudad como el estallido social recordado como el Caracazo, por ejemplo. Tal es el caso de la centenaria Guanábano de la avenida Baralt, hoy denominada Chocolat Deli Café, que relata la acuciosa Magaly Ramírez.

También se aborda cómo la religión católica ayudó a Francisco Tavares y su familia, propietarios de la Nobile, a hacerle más leve la vida al prójimo con un bocado de pan que reparten cada mañana a personas afectadas por la crisis humanitaria. Su clienta Gabriela Rojas nos da los pormenores desde Puente Hierro, con un café de por medio.

Ileana Matos se esmeró en contar cómo los Ferreira, entregados al oficio en la Flor de Macaracuay, se las ingeniaron para crear un pan arepero, que les permitió sustituir con harina de maíz la de trigo, que escaseaba entre 2016 y 2017.

El libro también muestra cómo la emigración y la migración interna de colonias tuvo su influencia en la panadería. El ilustrativo texto de Jacqueline Goldberg sobre la tradición de la jalá, además, revela que Menahem Truzman mudó a Sebucán —en plena pandemia— la panadería-pastelería judía que regentaban sus padres en San Bernardino, hoy La Kasher del Este, cuando su comunidad —caracterizada por la errancia— también cambió su lugar de residencia.

Una de las panaderías más difíciles de encontrar fue la de un fundador italiano que cumpliera con las premisas. Fue duro confirmar que las pocas que quedan entre Las Acacias y Los Chaguaramos han sido de las más afectadas por la crisis económica y desaparecieron de su menú los panes tradicionales, porque no hay quien los pague. Por ello, la Dolce Capricci es otro portento de resistencia y se entiende en el hermoso relato de Laura Helena Castillo.

Pese a las adversidades, hay algunos propietarios que han podido expandir sus firmas. Ligia Velásquez Gaspard reseña la inspiradora historia del emprendedor Bakhos Antoun y el crecimiento de su Arabito, con cuatro sedes y una próxima a abrir en Altamira. O el caso de Pan Alemán, que Nahir Márquez ilustra con una bella metáfora, cuyos dueños encontraron un camino rentable con una panificadora, preservando su concepto inicial de una sola tienda de panadería artesanal.

Otro relato de éxito es, sin duda, el de Rosita. Su fan Naky Soto cuenta las claves de cómo lograron llevar sus productos, primero, del local de la plaza Las Delicias a cientos de restaurantes y, luego, a los supermercados

Por el contrario, el capítulo de Inversiones Soleado (antes, Los Claveles) es una historia de humildad que conmueve y que narra una de las aficionadas a sus panes: Adriana Villanueva. Nadie recuerda la identidad del local, pero en su estrecha sede elaboran panes rústicos que han ganado fama y que venden a establecimientos de renombre.

Y, finalmente, en el capítulo de la panadería Angela se aprecia la insistencia de sus dueños en mantener la calidad de sus panes portugueses y en hacerlos con masa madre, pese al difícil contexto en el que se desenvuelve en la Candelaria.  Lo cuenta Giuliana Chiappe con nostalgia de sus tiempos como redactora del vecino diario El Universal.

De la gloria de la abuela

Este libro estaría incompleto si no habláramos de los productos emblemáticos de estas panaderías. Por esta razón, Juan Carlos Bruzual, director de IEPAN, se dedicó a recorrerlas y a probar los panes que recomiendan los clientes, para describirlos técnicamente y destacar su valor gastronómico, desde su experiencia y apreciación personal.

Con textos breves que acompañan cada crónica de la panadería, Bruzual muestra sus hallazgos y cómo se enamoró del pan de la abuela y del pan de chorizo; destaca productos peculiares, como la broa de maíz, que tiene su público exclusivo en la comunidad portuguesa, y el respeto que le profesa a la tradición que hay detrás de una jalá.

El aporte del Instituto Europeo del Pan lo complementa, al final, el recetario de panes que nos legaron los inmigrantes y que enseñamos a hacer en los cursos. Las fórmulas fueron adaptadas y diseñadas por los profesores Juan Carlos Bruzual y Juan Vicente Bruzual.

Allí encontrarán nuestro gallego, la focaccia, la jalá, el pan pita, el campesino, la barra de centeno y hasta aquellos que los inmigrantes crearon en Venezuela y que son muy valorados: el cachito y el pan de jamón.

El valioso registro visual

Un rol fundamental en esta producción editorial fue el del fotógrafo Efrén Hernández Arias, quien, además de mostrarnos la belleza de estos panes, se dedicó a retratar a los propietarios y a sus equipos, así como a registrar la operación de estos negocios. Con su empatia habitual, se ganó la confianza de panaderos que nos alimentan a diario y que suelen ser tímidos, reservados y anónimos.

La documentación de la memorabilia fue un arduo trabajo que ejecutó Larissa Hernández, quien puso a los propietarios a revisar álbumes familiares de antaño y a rescatar material de valor. Muchos de ellos reconstruyeron la propia historia, que no tenían clara: desde fechas de fundación y el origen de los primeros dueños de sus comercios hasta fotografías históricas. Lamentablemente, no lo logramos en todos los casos, aunque nos apoyaron desde las pocas hemerotecas y archivos fotográficos que quedan en la ciudad.

Al final, fue un trabajo de memoria colectiva entre propietarios, cronistas, panaderos, editoras, académicos, fotógrafos, archivólogos y personal de barra. El resultado que tiene en sus manos o en la pantalla electrónica es un homenaje que quisimos ofrecerles a los venezolanos, inclusive en la diáspora, para que entendamos que aquí sigue ese país de mestizaje, atravesado y sostenido por unos valores como el trabajo dignificador, la búsqueda permanente de calidad, la vocación de servir y de alimentar al prójimo, la ambición de ser mejores, el interés por la comida gustosa y la pasión por lo que hacemos.

Vamos a reconectarnos con ese espíritu, que bastante falta nos hace. Cómprese un vinito o una cervecita, unos panes buenos con sus embutidos y disfrute de la lectura.

¡Salud!

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