“No concibo la humanidad sin danza” es una entrevista que forma parte del libro Nuevo país de la danza, de la colección Los rostros del futuro de la Biblioteca Digital Banesco. En el Día Internacional de la Danza, es una oportunidad para conocer a 24 nuevos profesionales de la danza nacidos a partir de 1980, quienes se reúnen en este libro. Nuevo país de la danza está disponible para su descarga gratuita en Banesco.com.
Es bailarina solista principal en el Teatro Teresa Carreño, estancia que alcanzó formándose desde niña en su ciudad natal, Maracaibo, y atravesando otros lugares: Montreal, Toulouse, Caracas, Lima. Nacida el 26 de septiembre de 1984, lleva diez años como investigadora coreográfica, estrenando piezas dentro del género ballet contemporáneo. Profundamente interesada en la pedagogía del baile, es creadora del programa de iniciación temprana Baby Ballet y es la única maestra certificada de Progressing Ballet Technique en su nivel máximo en Caracas
Por María Laura Padrón
Fotografía: José Reinaldo Guédez
Abre el telón; el baile aún no comienza, la música ni siquiera suena. Nota cómo un fueguito en su interior se alimenta, se expande. Esa sensación apenas dura unos segundos, tiempo suficiente para el goce de la danza que avizora. Cristina Rosell y Lady Capuleto, intérprete y personaje, bailando a la vez en el clásico Romeo y Julieta, versión de Héctor Sanzana. La bailarina cede su cuerpo a Lady Capuleto, matriarca indoblegable, en un viaje de inmersión que va más allá de ponerse en puntas.
De amor con furor
Cristina Rossell, chiquititititica, se asoma por la ventana; sus ojos, brazos y piernas siguen el ritmo de su hermana y sus primas, que están al otro lado practicando sus primeros pasos. Ella todavía no ha cumplido los cinco años, edad mínima requerida para inscribirse en las clases de ballet, por lo que se limita a mirar e imitar los movimientos que la profesora enseña. Así, día tras día, hasta que, en una ocasión, la directora de la Escuela de Ballet Clásico Grazyna Yeropunov, en Maracaibo, se compadeció de esa muchachita que con cuatro añitos mostraba tanto interés por la danza.
Desde entonces, la relación con el ballet fue «de amor con furor»: no ha parado de bailar. La conciencia del oficio y la decisión de ser bailarina profesional llegó a sus dieciséis años, época en la que se inició en la Escuela de Ballet del estado Zulia, con miras a continuar creciendo artísticamente. En Caracas se instaló tras finalizar la carrera de Idiomas Modernos, en la Universidad del Zulia, y completar los estudios de danza contemporánea y ballet clásico, por una beca que obtuvo en la escuela Ballet Studio, en Toulouse.
A los veinticuatro años ingresó en la Compañía Nacional de Danza, que contaba con un elenco de neoclásico (después se quedaron solo con el tradicional y el contemporáneo), y al mismo tiempo bailaba con Agente Libre, una compañía independiente de danza contemporánea, dirigida por el maestro Félix Oropeza. Esta etapa duró dos años.
Hace una década entró en el Teatro Teresa Carreño, donde actualmente se desempeña como bailarina solista principal. En 2017 hizo una pausa, temporada en la que viajó a Lima para bailar con el Ballet Municipal y el Ballet Nacional de Perú.
«Necesitaba cambiar por un momento de ambiente, así que hice la audición enviando videos de mis trabajos, me aceptaron y aproveché la oportunidad. Disfruté mi estadía, la experiencia fue enriquecedora, pero no terminé de conectar porque sentí que el peruano es muy conservador y comprobé que el tema del racismo y del clasismo es bastante fuerte. Luego decidí regresar y retomar mi trabajo aquí en el Teresa Carreño».
Una práctica colectiva
Es indudable que nombrar el Teatro Teresa Carreño es evocar un ícono. Cuando Cristina pisó estas tablas por primera vez, inevitablemente su impresión fue la de formar parte de la «institución cultural más importante del país», que además ostenta una estructura «maravillosa». Sin embargo, no considera que sea la cumbre, el culmen, sino una estancia más a la que llegó con referencias y conocimientos adquiridos en talleres, escuelas y festivales internacionales. Aparte, comenta que en Maracaibo no se considera a Caracas como referencia cultural, porque en el Zulia la historia del ballet es bastante rica.
«El primer El lago de los cisnes que se bailó en Venezuela fue en Maracaibo; y en Caracas, que tuvo su mejor época del ballet en los 80, con Vicente Nebrada, los bailarines eran maracuchos formados allí; los elegían porque eran altos, tenían fuerza y destacaban porque sabían partnear —hacer pareja— muy bien. Yo venía del interior, pero no fui una zulianita que no sabía nada; conocía la movida porque mi papá venía a Caracas por asuntos de trabajo y estuve en contacto con lo que se hacía aquí. Claro, durante estos años en el Teresa Carreño aprendí un montón de cosas diferentes y empecé mi carrera coreográfica. Estar en el teatro no es nada más ser bailarina y ser intérprete; hay una estructura que te apoya, tienes salas de ensayo para crear con libertad y la posibilidad de trabajar con bailarines muy buenos».
Ser solista principal en el Teatro Teresa Carreño no vino de la noche a la mañana, fue un ascenso que llegó con los años. «Cuando yo empecé como cuerpo de baile eran celosos con los papeles; por ejemplo, El cascanueces es un ícono donde los bailarines se prueban. En esa época podíamos ensayar tres años un papel y no llegar a interpretarlo hasta que los maestros dijeran que estábamos preparados. Sin embargo, cuando estás en cuerpo de baile te explotan más, el trabajo es más duro, pero puedes echar carro de alguna manera porque no está todo el mundo viéndote a ti sola… Ser solista es una gran responsabilidad».
Entre las vivencias más apasionantes está su participación en giras internacionales y el intercambio por convenio con maestros de Cuba que se instalaron por temporadas de cuatro a seis meses y con quienes aprendió «un montón». El teatro sigue siendo un referente cultural, pero debido a la situación de crisis estas actividades mermaron. Incluso, siente que llegó justo en el límite antes de que todo se fuera «palo abajo»: «En Maracaibo hubo un punto de quiebre: cerraron espacios, compañías, escuelas. Si no me hubiese venido en ese momento quizás no hubiese podido bailar profesionalmente; en Caracas aprendí de maestros y coreógrafos de distintos lugares, viajamos dentro y fuera del país».
En cuanto a su quehacer actual, es menester hablar de los estragos ocasionados por la pandemia mundial del coronavirus. «La danza ha sido una de las profesiones más afectadas porque es una práctica colectiva: el ballet no puede existir individualmente. Aunque tú trabajas particularmente y es tu responsabilidad mejorar y acatar las correcciones de los maestros, es un trabajo colectivo que no puede concebirse desde la individualidad».
Cada quien entrenando en su casa generó incomodidad: «No tienes de dónde agarrarte, no cabes en ningún lado. A medida que vimos que esta situación no iba a resolverse tan rápido, tratamos de solucionar esos problemas: unos cambiaron los muebles, otros compraron piso de linóleo individual o armaron sus barras de ballet».
Otra cuestión es que los bailarines viven con el tiempo en contra: «Un mes sin hacer ballet se traduce en un año. Esto nos afectó porque más que nunca dependía de ti mantener tu entrenamiento; la autodisciplina fue importante porque la motivación es muy volátil. Un día puedes estar motivado, otro día no, pero sabes que tienes que mantener la rutina».
Cristina confiesa que durante los primeros tres meses de la pandemia estuvo «feliz» porque se presentaron oportunidades de asistir a clases con «maestros increíbles», de acceder a piezas que liberaron gratuitamente y que de otra manera no hubiera podido ver: así que era como una esponja. «Hacía mil clases, vivía con un horario superloco, pero después pasó ese rush y de vez en cuando me daba un bajón. Me preguntaba por qué estaba haciendo esto; mis compañeras y yo nos llamábamos y como que queríamos tirar la toalla».
A pesar de la coyuntura, no se detuvo en la creación, y en una temporada de incertidumbre, estrenó tres trabajos. Flor de limpia, para el Ballet Teresa Carreño, en el marco de la celebración del Día Mundial del Ballet 2020, «un ritual para fluir en levedad, una danza empeñada en la decisión de continuar»; BLAS-femas, homenaje post mortem al poeta Blas Perozo Naveda; y El peregrino y la luna, un corto danzado sobre la migración, dirigido por Fabricio Contreras. En esta última, Cristina se encargó de la coreografía. La historia es la de un hombre que extraña sus quereres y es tocado por la magia de la luna para hacer su vida más llevadera.
Para llevar a cabo estos proyectos, los ensayos y el montaje se organizaron en reuniones por Zoom, grabando los encuentros con el fin de seguir los progresos, una verdadera hazaña en un contexto donde una conectividad óptima es un asunto de milagros. «En este país es mucho más complicado, fueron demasiados cambios en poco tiempo y, además, cuando uno baila en vivo tiene el aplauso directo, la retribución inmediata. Ahora tú posteas un video, esperas los comentarios, la reacción del público viene después».
El cuerpo, la primera frontera
En esas mismas circunstancias, y como parte de un proceso de reinvención, Cristina diseñó Baby Ballet, un programa de formación online para niñas entre tres y siete años, con el objetivo de continuar ofreciendo clases a sus «alumnitas» y que no se vieran afectadas debido a la imposibilidad de participar en actividades presenciales.
La propuesta, además de su carácter pedagógico, busca ser «un espacio seguro para la creación, la exploración, la imaginación». En miras de abrir su escuela física, quiere establecer un lugar en el que la enseñanza deje de relacionarse con experiencias traumáticas y duras; es una idea en la que está trabajando, sobre todo porque resuena con sus vivencias, no solo relacionadas con los procesos educativos, que suelen estar marcados por la severidad, sino por el tema de la apariencia o el peso.
«A veces veo videos de presentaciones pasadas y recuerdo que en algunos momentos me hicieron sentir que técnicamente estaba por debajo o que estaba gorda, porque tengo las nalgas grandes y se supone que el ballet es estilizado. Eso es algo que sucede todo el tiempo y, si bien ha ido cambiando, hay una resistencia porque “era así” y como “era así” tiene que seguir siéndolo. Es algo que está normalizado y por eso estoy trabajando en escribir aquello que no quiero que suceda en mi escuela; no quiero repetir esos patrones, por ejemplo, de maestros que tratan a las personas como me trataban a mí».
Actualmente es posible observar en las redes sociales cómo van evolucionando las prácticas de la danza, sobre todo en relación con la concepción del cuerpo de los bailarines. En ese sentido, Rossell lleva tiempo absorbiendo experiencias de otros países para enriquecer su trabajo, afianzando su línea de investigación orientada hacia el traspasar las fronteras concebidas en el ámbito de la danza: «La primera frontera es el cuerpo».
Una de las tantas aristas es el problema del racismo, una realidad evidente que palpó tanto en su paso por Perú —donde dice que no le tocó porque es blanca y de ojos azules— como en Venezuela, donde asegura que sí hay racismo: cuando llegó al teatro había poca gente morena o negra, en su mayoría eran blancos.
El ballet, un arte que tiene sus orígenes en la aristocracia, a su juicio se ha vuelto más accesible, aunque todavía queda trabajo por hacer. La concepción común es que en los 80 y 90 la danza en general era más elitista. La búsqueda de Cristina está encaminada a unir esta manifestación con la danza contemporánea: «A la gente le encanta separar, categorizar y dividir, a mí me encanta hacer un mezclote».
«Mi formación es completamente clásica y desde chiquita me formé también en danza contemporánea. La gente tiende a ver las diferencias y obvio que las hay, pero yo tiendo a ver las cosas que son iguales, que aquí se llaman así y en otro lado se llaman asó. Eso también pasa por los maestros que, cuando no se actualizan, siguen enseñando a los alumnos conceptos desfasados. En algún momento el ballet fue más tieso que la danza contemporánea y ya no, a nivel mundial el ballet se ha transformado. Eso aquí no lo ha entendido la mayoría, hay gente que quiere mantener lo viejo. Y la tradición no es de piedra, la tradición está en movimiento todo el tiempo. Es verdad que durante mucho tiempo hubo una especie de dictadura del ballet sobre las demás artes o de la música clásica sobre la música popular; se decía que una era arte y la otra no. Hoy hay una reacción de muchas personas que consideran que el ballet puede ser echado a un lado para dar prioridad a la danza contemporánea, el folklore o la danza tradicional, eso me molesta. No hay que echar una para abajo para subir las otras, hay que subirlas todas».
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