Este texto forma parte de la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas, una propuesta del periodista Pedro García Otero para reencontrarnos con la ciudad.
Por Pedro García Otero
Varias son las razones por las que la ciudad de Caracas ha ido creciendo como en capas, muy definidas, a lo largo del tiempo. Digamos que entre su fundación, a finales de los años 1500, y 1800, no hubo grandes cambios: la ciudad en la que nació y creció Simón Bolívar no era muy diferente a la que habían fundado los españoles.
De hecho, y a juzgar por la ubicación de su residencia (a una o dos cuadras de la plaza que hoy lleva su nombre, y en una esquina de la plaza durante su brevísimo matrimonio con María Teresa Toro), Bolívar pertenecía al grupo dominante. La Plaza San Jacinto o Plaza El Venezolano, que hoy existe frente a la casa natal del Libertador, era, para el tiempo, el mercado central de una ciudad en la que el casco histórico tenía ocho cuadras por ocho cuadras, dicho de memoria (y seguramente mal).
Las primeras nociones de desarrollo urbano no incorporadas por la colonia española se producen en la segunda mitad del siglo XIX; fundamentalmente, a través de Antonio Guzmán Blanco. A la “impronta española” (que no era tan salvaje como pretende hacerla ver la “leyenda negra” de la colonización) se le superpuso una capa de barniz francés, la primera, que no sería la única.
Esa capa está expresada en edificios como el del Templo Masónico de Caracas, el Palacio Federal Legislativo y, por supuesto, El Calvario, que es el epítome del guzmancismo y que hoy, integrada por las malas con el resto de la ciudad, prevalece.
El ruidoso tránsito del siglo XIX al siglo XX, y del país agrícola al país petrolero, nos fue agregando capas de estilos arquitectónicos, y lo que no hicieron los bulldozers lo lograron los terremotos que asolan el valle con una frecuencia de (en promedio), 50 años.
Particularmente fuerte fue el terremoto de San Narciso, 1900, cuya consecuencia más conocida hoy es que lo que ahora es la cancillería, en la esquina de Principal, dejase de ser la sede de la presidencia, y la no menos celebérrima caída del balcón de Cipriano Castro, pero de eso hablaremos en otro artículo de la serie.
La modernidad de la llegada del siglo XX viene expresada en los primeros intentos de extrarradio de la ciudad, las primeras urbanizaciones satélites, siendo las más conocidas (con algunos vestigios de su arquitectura, mejor o peor conservados según el caso), La Pastora, San Agustín y El Paraíso, construidas en el medio siglo que media entre la desaparición del guzmancismo y la del gomecismo, así como ese monumento nacional inconmensurable que es el Caracas Country Club, anclado en 1930.
La gigantesca ola de la renta petrolera hizo su entrada aparatosa, justamente, a finales de esos años, y fue el más grande de cuantos terremotos tuvo la ciudad, y básicamente define lo que somos hoy: la explosión del suelo y del cielo, que explica por qué, desde el patio en el que Bolívar jugó metras en su infancia, hoy vemos una torre negra en el trópico (vaya contrasentido), de más de 30 pisos de altura, el Banco de Venezuela. La ciudad de las autopistas, del modelo estadounidense, de uso intensivo del automóvil, que definió nuestro crecimiento y también nuestros males actuales como ciudad, que son muchos.
Dentro de esa larga historia que ya va para cien años y que aún continúa, se ha impuesto un modelo de perenne transitoriedad, en la que las cosas aparecen y desaparecen demasiado rápido, con el brutalismo como expresión urbana de fundamental de la ciudad, y que convive con joyas arquitectónicas de ascendencia italiana de los 50, como casi todo Bello Monte, la avenida Victoria y algunas partes de San Bernardino; y lo chic de los 60 expresado en urbanizaciones como Campo Claro o Los Palos Grandes.
Es una ciudad con tantas capas de arquitectura que, en muchos casos, le cuesta reconocerse a sí misma. ¿Cuál es Caracas, la que miran los habitantes de Parque Central con San Agustín, o viceversa? ¿La del 23 de Enero o la que le queda al lado, esa joya olvidada del siglo XIX denominada Caño Amarillo? ¿La de la reluciente Cota Mil o la que desemboca en una calle de dos vías en la esquina de Dos Pilitas?
Caracas es todas y es ninguna, y sin duda, esa es una de las razones por las que resulta fascinante para quien sabe mirarla con ojos de cariño.
Sigue la serie Crónicas de la (des)memoria urbana de Caracas:
1. Del centro de toda la vida (I)
2. Caracas, casco y suburbio (II)
3. ¿Cuál de estas es Caracas? (III)