Somos herederos de la fe y la alegría

Compartimos el texto testimonial “Somos herederos de la fe y la alegría” del ganador de la mención Responsabilidad Social Empresarial de la II edición del concurso Lo Mejor de Nos 2019, Reinaldo Cardoza, profesor, investigador y narrador cumanés, estudió desde preescolar hasta bachillerato en colegios de Fe y Alegría, entre los estados Sucre y Mérida.
Texto y fotografías cortesía: La Vida de Nos / Reinaldo Cardoza

 —Todo lo que seas o hagas de ahora en adelante será por Fe y Alegríadijo el profesor. Y de inmediato remató: —Y eso, según se vea, puede ser una bendición o una maldición.

Nos organizaba en dos filas para que ingresáramos al salón de usos múltiples, donde se haría primero la misa y luego el acto de grado. Mis compañeros y yo íbamos vestidos con el uniforme de camisa marrón y el pantalón azul marino de gabardina. Lo que dijo el profesor era un reproche a un grupo de graduandos que estaban en la parte delantera de la fila. Pero aquellas palabras se grabaron en mí y adquirieron tal resonancia, que ya han pasado 18 años y las recuerdo con nitidez en mi memoria. 

Desde ese día en que recibimos nuestros títulos de técnicos medios en artes industriales, cada cual tomó su camino. Hasta ese sábado de julio de 2001 fuimos estudiantes del Instituto San Javier del Valle Grande, en Mérida, un internado de la red Fe y Alegría. Resultará un lugar común decir que culminaba una etapa en nuestras vidas y comenzaba otra, pero así fue. Para mí habían sido 12 años, los suficientes para dejar una huella imborrable en mi modo de ser y de ver el mundo.

Pienso que esta historia comienza con mi madre: Noemí Figueroa era fiel creyente de la obra educadora de Fe y Alegría, el movimiento de educación popular integral y promoción social que el jesuita José María Vélaz había comenzado en 1955 con la fundación de una pequeña escuela en un barrio de Caracas. Tanto creía mamá en Fe y Alegría que cinco de sus seis hijos estudiamos en las aulas de esta institución. Tres de nosotros lo hicimos desde el preescolar hasta graduarnos de bachillerato. Y los otros dos hasta el 6to grado. Hasta el día de su muerte mamá dio testimonio de que esa era la mejor educación que podría habernos dado.

Casi que veía como una señal —¿de Dios, del destino?— que viviésemos en la Urbanización Fe y Alegría, un conjunto residencial fundado en 1976, y construido por el Instituto Nacional de Vivienda durante los primeros gobiernos de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez. Ella contaba que cuando llegó el momento de ponerle el nombre, el primer grupo de habitantes no lo pensó dos veces: se llamaría Fe y Alegría, como un modesto homenaje a la escuela que estaba allí antes de que ellos llegasen a ocupar el terreno donde luego les construyeron las casas.

De la mano de mi madre llegué al colegio Fe y Alegría San Luis, a pocos metros de la casa familiar, en Cumaná. Mis estudios allí comenzaron desde el preescolar —un solo nivel— y luego siguieron los años de primaria, hasta el 6to grado. En aquellas aulas viví una época feliz, sin sobresaltos, angustias ni traumas. Había maestras amorosas y dedicadas que nos atendían en las pequeñas aulas, y religiosas con hábitos beige y blanco que estaban al tanto de todo cuanto ocurría en el colegio. Maestras y monjas que sabían administrar amor, disciplina y rigor en su justa medida.

Mis maestras me describían diciendo: “Es un muchacho tranquilo, no da problemas”. Aun cuando a mamá le costase creer que yo pudiese estarme quieto por unos minutos, porque en la casa era un terremoto que no paraba, aquello parecía ratificar todo lo que creía sobre la escuela, pues allí habían encontrado la forma de encauzar mi intranquilidad. Acaso por eso es que puedo afirmar que aquel período fue feliz, y puedo decirlo sin temor a caer en idealizaciones estériles. ¿Acaso no es la felicidad una tranquilidad sin sobresaltos ni inquietudes por un tiempo más o menos prolongado?

En Fe y Alegría San Luis ocurrieron dos cosas que me marcaron para siempre. La primera, conocer a Miriam Ortiz, mi maestra de 5to y 6to grado, quien me condujo por los senderos de mis primeras lecturas literarias. Y lo hizo como una verdadera encantadora: leyendo en voz alta. Aquellas sesiones en las que la maestra Miriam nos regalaba capítulos completos de alguna novela, un cuento o un poema, tienen un color distinto, una luz que las hace distinguirse, como esas fotos que atesoramos en una caja pequeña porque tienen unos matices que son irrepetibles por aparatos más modernos. Ella es la culpable de que haya terminado siendo primero un lector empedernido y después amante de las letras.

Lo segundo fue que la maestra Miriam me impulsó a irme a estudiar el bachillerato a Mérida, en el Instituto San Javier del Valle Grande. Este colegio fue el proyecto al que se había dedicado José María Vélaz en cuerpo y alma en sus últimos años de vida; allí se concretaba su visión de la educación técnica en artes aplicadas, una educación en y para el trabajo. La mayoría de sus estudiantes iban recomendados de escuelas de Fe y Alegría de toda Venezuela. Algo debió ver la maestra Miriam en mí que me postuló para que me inscribiese en ese colegio. Supongo que no todos los niños de 12 años estarían preparados para irse al otro lado del país, a casi mil kilómetros de distancia de su casa, para estudiar. Y menos aún que aquello ocurriese por decisión propia, sin coerciones. Fue algo que hice sin que mis padres me obligasen o como castigo, que es lo que la gente suele pensar cuando les dices que estudiaste en un internado. 

En septiembre de 1996, mamá y yo tomamos un bus hasta Mérida. Una nueva experiencia adquiría dimensión en mi cabeza mientras contemplaba el mundo a través de la ventana de aquel destartalado expreso. Desde entonces los viajes han adquirido una resonancia muy significativa en las cosas que escribo, y también en mi vida.

En mi maleta llevaba no solo aquello que me habían indicado en una larga lista, los consejos de mamá, el recuerdo de mis hermanos y de papá, sino también todo cuanto había aprendido en mi colegio. No creo que hubiese manera de prepararse para lo que fueron los siguientes cinco años en San Javier, pero con seguridad sirvieron de algo los años previos como estudiante de Fe y Alegría, con una familia disciplinada que estimulaba en nosotros el estudio como forma de ser mejores personas.

San Javier prometía ser en todo diferente a lo que estaba acostumbrado en mi colegio. Recuerdo que Natividad Reyero, una monja española de la congregación Pureza de María, que en ese entonces trabajaba en San Luis, me había dicho que en San Javier estaba enterrado José María Vélaz, creador de Fe y Alegría, y que esa institución la había fundado él mismo. Yo había crecido oyendo sobre él, pero no conocía ninguna obra a la que se hubiese dedicado de manera directa; de modo que esos dos detalles fueron poblando mi cabeza de expectativas y de imágenes. 

Los años en San Javier no fueron fáciles; estoy seguro de que mis compañeros de estudios coinciden en esto. A las habituales dificultades que tiene todo adolescente en el transcurso de su bachillerato habría que sumar otras, relacionadas con nuestra particular condición como estudiantes internos: el estar lejos de nuestras familias; habituarnos a condiciones climáticas muy diferentes a las de nuestras casas (el clima era templado la mayor parte del año, contrario al calor de Cumaná); convivir con más de quinientas personas y compartir con ellas una vida común; el régimen estricto de horarios y tareas (el timbre para levantarse, el de las clases y los talleres, el de la hora de estudio y la misa); el trabajo como aporte a la institución y como parte de nuestra formación (asear los dormitorios y los comedores, el trabajo en los talleres de costura, de cerámica, de madera, de herrería…).

Con los años sería consciente de la importancia de las dificultades para crecer como personas, como seres humanos, para afrontar la adversidad. Tal vez todo aquello tuviese que ver con el proverbio chino del que José María Vélaz se había apropiado y había hecho suyo: no hay que regalar peces sino que hay que enseñar a pescar.

Estudiar en San Javier era un privilegio. Estaban las estructuras: un conjunto de edificios blanquísimos (los dormitorios, los comedores, las aulas, las bibliotecas, los talleres, las instalaciones deportivas, la vaquera y el gallinero) levantados en medio de un paisaje montañoso frente a la Sierra Nevada de Mérida que cada cierto tiempo nos obsequiaba una vista a picos nevados. Teníamos también tres comidas diarias preparadas con religiosidad y a tiempo. Había muy buenos profesores. Y en el camino un sinfín de amistades que se iban ganando en la convivencia cotidiana en los salones, en las canchas, en los talleres. Muchos de esos amigos todavía siguen presentes a pesar de la distancia, el tiempo y las circunstancias.

Cuando somos jóvenes nos cuesta mucho valorar aquello que tenemos, ya sea porque creemos por orgullo y soberbia que lo merecemos todo, bien porque desconocemos otras realidades en las que hay gente en situaciones peores a la nuestra, quizá porque aún somos demasiado ingenuos y creemos que este es un mundo justo donde todos tienen iguales oportunidades que nosotros, o porque —oh universal conducta humana— solo valoramos en ausencia.

Después de mi graduación de bachillerato recordé mis propias palabras en una entrevista para un programa de televisión en el que hacían un especial sobre Fe y Alegría. Estaba muy nervioso porque nunca había hablado frente a una cámara: 

—¿Qué es para ti Fe y Alegría? —interrogó la mujer con una voz dulce.

—Una caja de cristal…

—¿Una caja de cristal? —inquirió ella, enfática y medio desconfiada. La luz de la lámpara que me apuntaba a la cara no me dejaba ver la suya. 

—Sí, como una caja de cristal; una que nos protege de la realidad que hay afuera, de sus vicios, de las cosas malas a las que podría estar expuesto alguien de mi edad. Y sin embargo, esa protección no significa que estemos desconectados del mundo, sino que más bien, sabiendo lo que hay allá, nos estamos preparando para afrontar lo que nos toca en el futuro, lo que será nuestra vida en algunos años…

En septiembre de 2001 mi papá murió de un infarto, y regresé a Cumaná. En mis planes estaba comenzar a  estudiar ese año ciencias políticas en la Universidad de Los Andes. Ya tenía asignado el cupo para mi ingreso a la carrera. Sin el apoyo económico de papá para costear mis estudios universitarios, me pareció que lo más sensato era quedarme con la familia. Así que me inscribí en la Universidad de Oriente, en la Licenciatura en Castellano y Literatura. Recuerdo que un día, en medio de un debate, una de mis profesoras me preguntó delante de mis compañeros que dónde había estudiado, de qué liceo venía. “En Fe y Alegría”, respondí, un poco descolocado. “Ah, con razón”, dijo y siguió su clase. Que el colegio fuese capaz de hacerme distinguir por aquella profesora me indicaba que de algo habían servido los años en Mérida. 

¿Que si Fe y Alegría me hizo mejor persona? Silvio Ocanto, un amigo de San Javier, suele decir que de no habernos conocido en ese internado, tal vez lo hubiésemos hecho en prisión. Lo dice a modo de chiste y me parece una exageración. Pero tiene razón, con seguridad hubiésemos hecho cualquier otra cosa con nuestras vidas, seríamos otros. Fe y Alegría nos permitió ser la mejor versión de nosotros mismos, sacar todo lo bueno y valioso que teníamos. Crecimos y maduramos gracias a las experiencias que tuvimos desde las aulas y el estudio, los talleres y el trabajo, en la convivencia con profesores, sacerdotes y religiosas, viviendo valores que nos preparaban para la vida, para lo que vendría después.

La profesora y poeta venezolana Gina Saraceni dice que una herencia (cultural, simbólica, lingüística, afectiva) es aquello que nos es legado desde el pasado y que como auténticos herederos recibimos un mandato por el cual estamos obligados a hacer algo con aquello que recibimos. Pienso que acaso sea eso, que Fe y Alegría fue convirtiéndonos en herederos de ese legado que representa todo lo mejor que podemos lograr y llegar a ser como sociedad. 

Tal vez allí se encuentran las raíces de mi vocación por la docencia y el estudio. Muchos de los que se graduaron conmigo en el bachillerato hicieron carreras universitarias, una parte importante de ellos estudió educación y también hizo de la docencia su modo de vida. Los que optaron por los oficios que aprendimos en el colegio, han llegado a ser muy buenos herreros, ceramistas, costureras y ebanistas.

Luego de 18 años, me gustaría reencontrarme y conversar con aquel profesor de nuestra mañana de la graduación del bachillerato. Quisiera poder decirle que tenía razón, que lo que hemos hecho y somos ha sido por lo que Fe y Alegría sembró en nosotros, que decidimos compartir con otros lo bueno de nuestra experiencia, que por sí misma esa sola decisión ya es toda una bendición.

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