Nacida en Caracas, en 1982, integra en sus obras instalativas vestigios del paisaje urbano de Caracas, Weimar y Berlín. En sus comienzos, la pintura y el performance le permitieron explorar el color rojo más allá de connotaciones políticas. Posteriormente, a su llegada a Alemania, incorporó el uso de motores y sensores a su trabajo. A partir de 2013, ha integrado a sus piezas objetos industriales que buscan reflexionar sobre las situaciones de riesgo y precariedad relacionadas con la extracción de recursos naturales. Es egresada del Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón.
Texto: Carmen Victoria Méndez | Fotos: Marco Montiel Soto
Ana conjuga dos verbos con intensidad: mirar y recolectar. La artista establece relaciones con el entorno a partir de los objetos que va recolectando a su paso. Estos pueden ser tan sutiles como una fotografía o una piedra, o tan icónicos e imponentes como los dos barriles de petróleo que penden del techo de su taller de Berlín.
El ritual de ir a pie para descubrir y recoger «cosas» fue una de las costumbres que se trajo a Alemania, adonde llegó en 2009 desde su Caracas natal. Comenzó llevándose a casa maderas y palos, con los que hacía bastidores para sus cuadros. Luego continuó con materiales más industriales. «Estas rejas, por ejemplo, me encantan. Y por acá tengo un pedazo de andamio que se le olvidó a alguien», dice mientras enumera un pequeño inventario de sus hallazgos: arqueología personal y urbana que atesora en su atelier.
Allí también guarda materiales metálicos, muchos de ellos con forma de retículas. Lo hace más por un asunto de composición, que de principios estéticos o conceptuales. «Mira, aquí hay luces, fragmentos de asfalto, cauchos, letras acrílicas, metales y plásticos. Ya en la Reverón recogía muchos “peroles”.»
La Reverón, sí: nombre informal que se le daba al Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón, ubicado en Caño Amarillo, antes de que fuese rebautizado como Universidad de las Artes, o UNEARTES. Ana no recuerda con claridad cómo le llegó la noticia de su admisión. «Han pasado 18 años de eso», dice mientras almuerza. «Probablemente leí mi nombre en la lista de aceptados que se publicaba en la prensa.» Esa era la forma más usual de enterarse en 1999.
Para entonces, la futura artista tenía 16 años, una edad crítica en la que los adolescentes venezolanos comienzan a preguntarse por su futuro. Para ella fue distinto, pues ya tenía muy claro que quería dedicarse a la creación visual. De hecho, recuerda que sentía una cierta compasión por muchos de sus amigos, indecisos como estaban ante cuestiones tan trascendentales como decantarse por Ingeniería o Letras, por una licenciatura o una carrera técnica, por la Universidad Central de Venezuela o por la Simón Bolívar. «Ingresar a la Reverón no fue ninguna sorpresa. Yo solo estaba esperando entrar allí, pues siempre supe que quería hacer arte.»
UNA VOCACIÓN TEMPRANA
«Viví mis primeros años entre lápices, creyones y pinturas. Siempre pinté. Ya desde niña tenía mi mesa de trabajo, porque mi mamá en ese entonces estudiaba Diseño Gráfico y trabajaba en una mesa de arquitecto. Así que yo también tenía la mía, un poco más pequeña.»
Cuando estaba cursando el bachillerato, esa pasión se hizo aún más fuerte. Salía a toda carrera del liceo, sin ni quisiera pasar por su casa para cambiarse el uniforme, y se iba a visitar los museos. En más de una ocasión, Ana se escondió el cuello de la «chemise» bajo el suéter y cruzó la ciudad en metro, desde Los Dos Caminos hasta La Rinconada, para asistir a las charlas que dictaba el crítico y curador Luis Pérez-Oramas. «Eran conferencias de filosofía pura. Pérez-Oramas hablaba de curaduría cuando yo no sabía qué significaba esa palabra. Me encantaría ver mis notas de esa época, para ver qué escribía. Yo salía del colegio a las seis de la tarde y me iba a escuchar esas conferencias. No entendía nada, pero sabía que era importante. La gente del Museo Alejandro Otero luego me llamaba para informarme la programación completa. Decían: “Y esta niña, ¿por qué vendrá para acá?” Al final, terminé llevándome a mi profesora de Artes Plásticas a esos conversatorios.»
El vanguardista Museo de La Rinconada no era el único que visitaba en sus excursiones vespertinas y de fines de semana. También asistía a los cursos que ofrecía el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Más tarde, comenzó a frecuentar la Escuela de Artes Visuales Cristóbal Rojas. Fueron los profesores de esta casa de estudios los que le recomendaron que se inscribiera en la Reverón. «Como ya mencioné, entré con 16 años. Pero cuando cumplí los 17, igual me seguía viendo muy joven. En la institución me seguían preguntando: ¿Y tú con quién viniste?»
A pesar de su corta edad, Ana se sentía lista para la universidad. Y no solo por haberse visualizado como artista, sino también por haberle sacado el máximo provecho al bachillerato. Cursó toda la primaria y la secundaria en la Unidad Educativa Experimental Luis Beltrán Prieto Figueroa, ubicada en la avenida Rómulo Gallegos.
Allí aprendió lecciones muy importantes. Define a la Experimental como «una Universidad Central de Venezuela en miniatura», con diez secciones por grado, de hasta 40 alumnos cada una. «Era muy grande el colegio… Había Ciencias y Humanidades, y el pénsum era bastante exigente. Eso me ayudó a crear un sentido de responsabilidad propia. El horario era desde la mañana hasta la tarde, y tú entrabas y salías del colegio por tu cuenta. En comparación, la Reverón me parecía una escuela. Era muy pequeña.»
En esas aulas convergían estudiantes de diversas procedencias y estratos socioeconómicos, lo que contribuyó a ampliar su perspectiva del mundo. «Fue una experiencia muy valiosa. Siempre lo digo, dada la amplia gama de personas que estudiaban, desde los más humildes hasta los de clase media y los pudientes. Era positivo tener esa diversidad.»
PRIMERA ESTACIÓN: CAÑO AMARILLO
Ana se define como una persona excepcionalmente permeable a los contextos en los que se desenvuelve. Por eso disfruta alternarlos, desplazarse y viajar. Ha desarrollado proyectos en Argentina, Chile, México y varios países europeos. Curiosamente, la primera gran parada de su trayecto vital se ubica en Caño Amarillo, al oeste de Caracas, ubicado entre El Calvario, Miraflores y el 23 de Enero. Allí llegó en 1999, después de haber pasado su niñez y adolescencia en el este de Caracas.
Entre las leyendas del extinto ferrocarril de Caño Amarillo, un paisaje urbano determinado por una estación de metro cuasi aérea y el paso de una quebrada, quedaba la Reverón, con su taller de escultura y sus discusiones interminables sobre el futuro, muerte, renacimiento o persistencia de la pintura. «Al principio yo quería pintar. Estaba totalmente entregada a la pintura. Pero más tarde, con el tiempo, comencé a experimentar más con el video, el performance, las instalaciones.»
En esa transición, un personaje clave fue su profesora, la reconocida artista conceptual y «performancista» Antonieta Sosa. En sus clases, Ana descubrió que el cuerpo también podía ser un medio expresivo. «Ella le pone el corazón a eso, y además yo estaba en el primer año de carrera. Ese es un momento en el que estamos abiertos, en el que recibimos mucho feedback. Queremos experimentar y escuchar novedades acerca de las técnicas, del ambiente, de la escuela. Ella fue muy importante, ella fue mi referencia. Todavía nos vemos y hablamos.»
En las aulas también vio clases con Víctor Hugo Irazábal, Luis Lizardo y Consuelo Méndez. Esta última daba Arte del cuerpo. Fue su tutora de tesis, junto con Sandra Pinardi. Ana aún conserva un ejemplar de ese trabajo de grado en Berlín.
Paralelamente al descubrimiento de los llamados lenguajes de acción y las instalaciones, comenzó a formalizar su interés por los materiales reciclados y por la integración entre artista, obra y contexto geográfico y social. En ello fue esencial su paso por la Reverón. Allí conoció al artista Aureliano Parra, que entonces vivía en el 23 de Enero. «Allí dimos talleres para niños en la Biblioteca La Cañada. Era, en principio, un programa piloto del Goethe Institut, pero hicimos un grupo y seguimos durante dos años, todos los sábados. Recogíamos a los niños o los invitábamos. Trabajábamos con las uñas, pero fue una experiencia muy valiosa. Los vimos crecer e interesarse por el arte, por el reciclaje.»
El trayecto entre su casa de La California Sur hasta Caño Amarillo le tomaba cuarenta minutos, siempre en metro, que de medio de transporte pasó a ser un lugar más para la experimentación artística. «Estaba obsesionada con el color rojo. Trabajé mucho con ese elemento en mis obras, tanto en pintura como en performance y videos. En varias ocasiones, me pinté el cuerpo de rojo, con todo y ropa, y crucé la ciudad en metro. Para mí era una experiencia totalmente poética en torno al rojo y la potencia del color. Pero luego el rojo adquirió connotación política. Ya no se pudo trabajar con él.»
Cuando se dio cuenta de que deseaba abandonar ese tono, realizó una obra titulada No color. La presentó en el Museo Alejandro Otero, en el Salón Banco Caroní. «Eran cuatro bastidores monocromos en amarillo, blanco, verde y rojo, que tenían rotuladas las frases: “Rojo no político”, “Blanco no puro”, “Amarillo no iluminado” y “Verde no militar”.»
Justo en esa época dejó de ser estudiante. Se graduó y recuerda que estaba ansiosa por explorar otros lugares. «Pero esa zona y ese momento fueron muy importantes. Recuerdo el bar, los talleres, la gente. Cuando terminé en la Reverón, lo que yo más extrañaba era al señor del quiosco, a la gente de la comunidad, al vigilante, a la señora que limpiaba. Siempre me gustó estar ahí.»
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