Mary Ferrero entrevista para Imagen, en agosto del 1967, a quien era la estrella ascendente del boom de la literatura latinoamericana, entonces un joven Vargas Llosa lleno de energía que estaba aún por escribir los grandes monumentos de su obra. El mundo era tan reciente que, como novelas que recién estaba leyendo, el peruano recomendó aquí Paradiso y Cien años de soledad
Los escritores latinoamericanos contemporáneos representan la tendencia más audaz y ambiciosa de la novela occidental.
Una asombrosa lucidez, una posición ideológica firme, una preocupación constante, cotidiana, insistente por el destino de nuestra América y el papel del intelectual como ser comprometido en la transformación de este continente caótico y alienado, caracterizan en lo fundamental a este joven escritor peruano, que a los escasos 31 años de edad ha sabido ganarse la admiración y el respeto del público de todas las latitudes. Sabíamos de su talento excelente de narrador, conocíamos el dominio ejercido por él en el arte de componer novelas, que como La ciudad y los perros y La casa
verde, son una lograda conjunción de técnicas, de lenguaje duro, de contenidos increíblemente convincentes y reveladores de un mundo que nos deslumbra sin sernos totalmente ajeno.
Pero su presencia en Caracas nos ha descubierto, aun a través del acoso al que el legítimo interés de un numeroso público lo ha sometido y que podría a la larga privarnos de su interioridad más profunda, la presencia en él de una manera de ser intelectual que va más allá del talento y de la realización feliz e importante. Y en este descubrimiento se nos hace importante resaltar, como rasgo fundamental de su personalidad, su actitud de vigilancia
y alerta. Vargas Llosa vive en el interés permanente por las cosas del intelecto y de la vida, es un militante de la literatura y esto significa estar al corriente, diaria y minuciosamente, de todo cuanto acontece en el mundo de la creación; estar obligado a opinar, a comprometerse en los juicios a conocer los creadores, a sentirse solidario con ellos en sus buenos propósitos y a intervenir directamente, desde su incorrupta posición, cuando el halago o el temor o la comodidad hagan de ellos presas fáciles del conformismo.
Esta manera de ser intelectual no asombra extraordinariamente en un escritor como él. Por lo general, hemos encontrado en casi todos los escritores y críticos que integran la llamada gran corriente novelística latinoamericana de hoy, iguales propósitos e iguales actitudes: el novelista latinoamericano que hoy conmueve al mundo no es un ser aislado, encerrado en su universo creativo sin más compromiso que el de poner a marchar de manera efectiva su mecanismo expresivo. El escritor latinoamericano de hoy es un ser ampliamente ligado a su realidad, y esta realidad es una misma y persistente desde México hasta Tierra del Fuego. Lo que asombra en Vargas Llosa es encontrar en él el ejemplo más cabal de este compromiso y esta determinación tenaz de estar con las cosas de nuestro tiempo. Es descubrir una lucidez a toda prueba, una claridad que desafía los fantasmas y las obsesiones que lo han hecho ordenador de historias, sin dejarse dominar por ellos y convertirse en un ser confinado en el solitario y atormentado mundo de la creación.
Vargas Llosa es insolentemente joven. Y por eso mismo no nos extraña que él sea quien lleve, con más rigor y devoción que ningún otro, la palabra de su generación.
Una de sus novelas, La ciudad y los perros, se encuadra dentro de una temática urbana. La casa verde, por el contrario, tiene como escenario la zona rural. ¿Se trata de un propósito premeditado de abarcar dos aspectos de la realidad peruana?
En realidad, no he planificado las novelas con ese criterio: en La ciudad y los perros la historia que yo quería contar transcurría en la ciudad. La historia de La casa verde no es exclusivamente rural, porque casi la mitad de la novela está situada en la ciudad, aunque se trata de una ciudad de provincia. La novela transcurre entre dos mundos, el mundo de la selva y el de una ciudad de la costa como Piura, pero no se trata de una premeditación de mi parte. Fueron historias que yo quería contar, o, mejor dicho, experiencias que yo quería volcar a través de historias y que se desarrollaron en esos dos mundos; por eso aparecieron en mi novela. Nunca me he preocupado, en realidad, de los escenarios donde ocurren las historias; siempre son las historias las que me han interesado primero, las que me han movido a escribirlas.
¿Cree usted haber hecho una interpretación de esa realidad que convierte en material novelístico o su papel es exclusivamente testimonial?
Yo creo que la literatura es también testimonio, pero no es exclusivamente testimonio. La literatura comienza donde termina el testimonio. De otro modo, la literatura sería periodismo, historia, sociología… Creo que la manera como la literatura testimonia sobre la realidad implica indudablemente una interpretación de la misma y propone una visión del mundo, es decir, es algo más vasto, más complejo que la simple enumeración o relación de unos hechos. Lo que pienso es que esta interpretación no tiene que ser en ningún caso premeditada y que es muy peligroso que esta interpretación anteceda al propósito del narrador al contar una historia. Creo que la interpretación de la realidad a través de la literatura debe ser una especie de segregación de la ficción misma, debe venir fundamentalmente de la ficción. La ficción no debe ilustrar teorías morales, sociales, políticas o estéticas, sino que, al contrario, estas teorías deben emanar de la ficción, ser la consecuencia de ellas, y que, por lo tanto, la preocupación fundamental del novelista es la creación de estas ficciones.
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Editores: Vicepresidencia de Comunicaciones y RSE de Banesco y Sergio Dahbar