“Escribir antes y después del lenguaje” de María Ángeles Pérez López

Compartimos la conferencia “Escribir antes y después del lenguaje”, que la poeta española y profesora titular de la Universidad de Salamanca María Ángeles Pérez López ofreció en el marco de la Gala Inaugural de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC 2022), que se celebró en Ciudad Banesco el pasado 01 de noviembre de 2022.

 

María Ángeles Pérez López:

A Rafael Cadenas le escuché en Salamanca decir que la palabra gracias no se cansa. Me sobrecogió la idea, se la he pedido prestada tantas veces que temo cansar al gran poeta venezolano, pero necesito repetirla porque creo que en la repetición puede residir algún modo de la verdad. Y lo hago porque el lenguaje es mi posibilidad pero también mi límite. No es en absoluto una experiencia solo personal, por supuesto… Recuerdo aquí unos versos de Blanca Varela, de su poema “Casa de cuervos”, en el libro Ejercicios materiales (1993):

 

sin más obstáculo que tu cuerpo

sin más obstáculo que tu cuerpo sin más puerta que tu cuerpo

 

En ese texto, la autora peruana, madre de un hijo adolescente que necesitaba convertirse en adulto y volar por sí mismo, cortando definitivamente el cordón umbilical que lo unía a ella, nos permite visualizar varias puertas: la del útero, la de la boca, la puerta del lenguaje. Después, en la experiencia de la maternidad nombrada con unos tonos tan graves que no podía imaginarlos previamente, la venezolana María Auxiliadora Álvarez me permitió conocer y reconocer, en el espacio de su libro Cuerpo (1985), aquello que también soy: madre de hijos y de palabras.

Porque Blanca Varela y María Auxiliadora Álvarez, entre otras tantas voces, nos recuerdan que si la humanidad es hija del lenguaje, que nos vertebra y constituye, es posible ocupar ese lugar como autoras sabiendo que las palabras suponen, aunque no lo deseen, un límite, un obstáculo. ¿Tal vez la cárcel del lenguaje a la que se refirió Nietzsche?

El lenguaje es igualmente mi límite. Cuando escribo, me pregunto con abrumadora insistencia qué lugar creo ocupar, qué significa decir yo. Choco contra los pronombres. No sé a cuál de sus exigencias obedezco. No es cierto que sean cáscaras vacías, son vísceras y plasma en la transfusión que cede cada uno de nosotros. Cuando va a amanecer y salimos desnudos a la habitación más fría del idioma, entregamos materia y ADN.

¿Nosotros? Sí, un nosotros precario y complejo pero hermosamente real, el de quienes nos hemos reunido hoy para celebrar el libro como encuentro y reencuentro, para celebrar la literatura en Caracas y la Feria del Libro de la Universidad de Carabobo. Agradezco inmensamente a la FILUC y a la Embajada de España en Venezuela el poder estar aquí. Lo hago desde un yo que se sabe habitado por múltiples voces, las de quienes escribieron antes y a quienes a veces puedo leer y sentir.

¿Cómo no preguntarme si el lenguaje es mi límite, si yo es otro, o tantos otros? Así me pareció necesario decirlo después de leer un libro de la española María Ángeles Maeso titulado ¿Quién crees que eres yo? (2013), porque leer es la gran apuesta. La escritura, cuando necesita llegar, no es adánica, no empieza el mundo por primera vez, aunque cada generación haya podido sentir que empezaba (y tal vez también, terminaba) la historia. Pero el libro es el largo cordón umbilical que nos une en el tiempo. La convicción de que fuimos y seremos más allá de una realidad tan precaria y compleja como la de nuestro presente.

En un poema recordé de golpe que yo también he crecido con palabras que otros lamieron y han masticado hasta la extenuación, deglutidas y vueltas a deglutir. Cansadas y a veces verdaderas, a veces vivas.

El lenguaje es límite y posibilidad, muro y puerta. No sé bien qué digo cuando digo yo pero me lo pregunto (las tantas voces, la profesora de literatura en una universidad que se ha sentido y se siente tan interesada por la literatura venezolana, a través de la Cátedra “José Antonio Ramos Sucre”; la lectora de Ramos Sucre que descubrió pronto La torre de timón; la poeta que, sin habérselo propuesto, ve emerger ese libro en el siguiente poema de un libro titulado La ausente (2004) del que leo el final:

 

El vértigo, la elipsis del poema
arranca una luz rota de sí mismo
y comparece absurdo, imprescindible
cuando el beso se vuelve insuficiente
y viene el corazón con su tormenta
a traer las animalias de la noche
que arrancan y devoran los olivos,
la grana en que reside nuestro fuego,
aquella como torre de timón.

 

¿Y se escribe antes y después del lenguaje? Puede parecer que no, pero lo hizo mi abuelo minero cuando le pidió a la montaña que le entregase el carbón con que sostuvo a su familia. Su respiración agotada y enferma fue partitura de mi infancia. Luego he escrito para él incluso cuando he creído no hacerlo: en el libro Incendio mineral (2021), convencida de que “Todo lo recubre piel humana”, apareció en un poema largo del que leo un fragmento:

 

Todo lo recubre piel humana.
Como una moqueta despellejada y sola; como si nombres propios y comunes uniesen sus órganos, su temperamento desigual; como si lo heterogéneo pudiese estar contenido en lo homogéneo, todo lo recubre piel humana: puentes que unen sin mampostería las tres letras de la palabra río, lujosas viviendas desocupadas en las ciudades que muerden el extrarradio de su necesidad, maltrechos ascensores que siempre huelen a lejía, piscinas públicas y esas catedrales que albergan, bajo la vehemencia sorprendida de sus bóvedas, tendón y ligamentos de quienes las pusieron en pie sobre los hombros.
[…]
Muy cerca tiembla el trueno de la tilde en el grisú […]

 

Creo que se escribe antes del lenguaje. Lo hizo mi abuela pantalonera cuando madrugaba tanto que dolía la noche sobre sus rodillas, porque solo así ella y las tres hijas pudieron coser sin descanso y sostener una viudez temprana, una orfandad temprana. En el aire dejaron silogismos transparentes de mano y dedal también huérfanos. Dejaron la gota diminuta de la sangre en su dedo al coser, dejaron lágrima, dejaron bostezo. Luego en mis poemas han entrado la aguja y el hilo tantas veces que temo cansar esa parte materna y material, como en la primera estrofa de este poema:

 

El hilo se enhebra
en el estricto hueco de la aguja
y trae memoria del huso, de la rueca,
de la paciente disciplina de que hablaba
el libro de los proverbios,
del largo tránsito por el algodón,
por su torcedura
desde que alguien lo miró crecer en su semilla
imaginando el blando copo de riqueza
hasta que es parte diminuta
e imprescindible
de la bobina, la máquina, el pedal.
También del pie o los dedos que lo mueven,
lo liberan
de su propia trabazón, su coyuntura
si es hilo solo, apenas desprendido
de la costura tortuosa y necesaria.

 

También se escribe después del lenguaje. Cuando los atentados del 11-M de 2004 en Madrid, en Atocha, que dejaron casi 200 muertos, la conmoción sufrida fue tal que solo podíamos hacer inteligible el dolor con los gritos mudos que nos llevaron a buscar las palabras que otros habían escrito antes, como las de César Vallejo en Los heraldos negros cuando constató que hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé, golpes como del odio de Dios. ¿Cómo decir un dolor que nos excedía? Éramos voces mudas, palabra que no podía decirse.

Antes y después del lenguaje, el grito, el gemido, el estertor. Si el lenguaje fuese un lugar, sus fronteras las delimitarían el balbuceo, la risa, el alarido, la lágrima. Aquello que ha de expresarse de otro modo. No incluyo el silencio, claro está, porque el silencio es parte del lenguaje, está en él como su respiración y su ADN.

El poeta español Fernando Beltrán escribió que cuando enfermó gravemente de covid los libros no podían acompañarle, pero lo hicieron hasta el umbral mismo de la unidad de cuidados intensivos. Y cuando sale de esa experiencia extrema escribe un bello volumen titulado La curación del mundo (2020). Qué gran título, ¿verdad? Qué esperanzador imaginar la curación del mundo.

Porque si la vida escribe antes y después del lenguaje, los libros, claro, escriben en el lenguaje, se enfrentan a él o lo ponen de su parte, dialogan desde él o lo cuestionan. Quiero traer aquí brevemente otro libro, se trata de una obra de Anne Carson: Norma Jean Beaker de Troya, pieza teatral de 2019 publicada en español en 2021. Se trata de una versión de Helena de Eurípides que dice en la primera escena:

 

Supongo que has oído hablar de la Guerra de Troya y de cómo la causa fue Norma Jeane Baker, ramera de Troya.

 

Hay tanto en este libro para detenerse… Afirma Carson “A veces pienso que el lenguaje debería cubrirse los ojos cuando habla” (p. 37). ¿Cómo ser en el lenguaje? ¿Qué clase de lugar puede darnos? ¿Cómo no preguntarse contantemente por ese lugar, si es que es un lugar? Yo necesito no tener los ojos cubiertos cuando escribo, pero sé cuánto abismo está nombrando la maravillosa autora canadiense.

Antes de que Marilyn llegase a la gran pantalla y fuera tema de moda (una vez más), Carson nos ayuda a ver en esa vinculación entre Helena de Troya y Norma Jean Beaker, el peso atroz de la gloria a través de la guerra, y el cuerpo de las mujeres como botín y campo de batalla, pero sobre todo como excusa para la guerra, como estafa (“La verdad es,/ ser niña es un desastre”).

Porque, ¿no ocurre que los libros exceden cualquier frontera? ¿Cualquier límite espacio-temporal? En ellos se producen los encuentros. Los planeados, los insólitos. Abren caminos que no imaginábamos. La vida (y la muerte) espesan y profundizan en sus nombres porque logramos acercarnos a su realidad (sea lo que sea lo que signifique la palabra real ) de un modo mucho más pleno.

Cuando leo el libro de Carson pienso que la historia de la guerra (ahora que la guerra toca también suelo europeo y Ucrania es una más de las guerras que duelen con enorme dolor) es la historia de quienes están antes y después del lenguaje. Ponen el cuerpo para que sobre él se inscriba la violencia, ponen el grito de libertad o de justicia, como las mujeres iraníes que reclaman poder decir y ser dichas desde cada milímetro del pelo que crece tenaz. Para Carson, “necesitamos nuevas formas de pensar los iconos femeninos como Helena y Marilyn Monroe, nuevas formas de transformar la versión masculina tradicional de dichos eventos. Hay que dar un giro de 180º para encontrar ahí distintos y más profundos dolores”. ¿No es ese el mundo del libro? ¿El que permite que giremos hasta 180º visiones anteriores, o que rotemos sobre nuestro propio eje haciendo visible que somos parte de un espacio común e interconectado en el que los libros del pasado son escritos y reescritos en el presente, y en los que siempre se alberga algún futuro mejor y posible?

Leer entonces es una operación prodigiosa que consiste en ampliar los marcos de visión. Que entrega altura y profundidad, raíz y ala. Los libros pueden ser extraordinarias experiencias de inmersión y de espeleología.

En ellos conocemos y nos re-conocemos. También nos des-conocemos, se abren zonas de tiniebla bajo nuestros mismos pies. Ciudades y personas, sentimientos e ideas, temores y sueños cobran otra densidad, otra fuerza. Lo decía el escritor español Luis Landero recientemente: los libros son el corazón palpitante de la tribu, y esa tribu tiene miles de años a sus espaldas, un prodigioso legado recibido.

En los libros somos Gregorio Samsa y el insecto, la ballena Moby Dick y sus captores, pero también el barco y el mar que rugen con violencia, la voz oracular y bellísima de Ana Enriqueta Terán o “Mi padre el inmigrante” de Vicente Gerbasi. Somos padre e hijo, o al menos podemos serlo, ese lugar se abre ante quien lee.

Porque leer no es solo acercarse a lo que resulta inteligible y hace inteligible lo vivido (lo imaginado, lo soñado, lo negado), sino también, lo que nos cuestiona y cuestiona lo que conocemos.

En la literatura pueden anularse las fronteras, los marcos espacio-temporales, la temperatura específica de lo que nos desune. Los libros me han regalado mucho más de lo que yo podré darles: Elena Garro me ha llevado a los recuerdos del porvenir (porque el futuro está contenido en todo tiempo), he mirado a los ojos de Aureliano Buendía cuando él miraba el pelotón de fusilamiento y he visto flotar en sus pupilas el hielo y la infancia, y me he acercado al mal como absoluto en los versos roturados sobre el cielo en Estrella distante de Roberto Bolaño. Podemos reconocer una parte del rostro de nuestro presente en aquello que hoy se escribe. Incluso de aquellas partes del rostro con las que no nos queremos identificar, que no queremos que sean nuestro reflejo. O que nos sorprenden y muestran lo que no imaginábamos.

En un poema me pregunté si el fuego alguna vez fue un animal, porque los antropólogos dicen que el fuego fue domesticado así que tuvo que ser un animal de alguna forma. Es un poema dedicado a Elisa Lerner, a quien admiro enormemente, y quiero leer un fragmento aquí del momento en que me pregunté qué significa quemar libros:

 

antes o después, todos los nombres bajan hasta el fuego. Bajan las lanzas, las manos perfumadas de resina, los códices que Diego de Landa quemó en Yucatán, la Biblioteca de Alejandría con su despiadado recuento de volúmenes perdidos y el año 33 en la Plaza de la Ópera en Berlín (quemar cuerpos y libros termina pareciéndose, alguna vez el fuego fue un cuerpo insólito, como el de un animal).

 

Si juego a imaginar qué podría rescatarse de nuestro presente, salvaría los libros porque son lugares de encuentro y reencuentro.

Como esas marcas en el suelo de las estaciones, los centros comerciales, las grandes superficies urbanas donde dice MEETING POINT, como ese árbol que convoca con su sombra (incluso siendo un árbol sin hojas que da sombra, escribió Juan Gelman acerca de la poesía), el libro es ese lugar en que me cruzo con quienes han tendido tantos hilos que texto y tejido recuerdan su raíz etimológica común. El hilo común que sostiene a Penélope, Ariadna y mi abuela materna.

Así como están madre, tías y abuela con un hilo rojo de la mano, la profesora que soy se ha acercado con admiración inmensa a El hilo de la voz, esa Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo XX, que Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres publicaron en 2003. Y desde ella, con fascinación, al reciente El hilo atroz de la también venezolana Beverly Pérez Rego, editado en digital en 2021 por Poesía, la revista de poesía y teoría poética fundada por el Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo.

Yo estaba estudiando ese libro impresionante cuando me llegó la generosa invitación por la que estoy aquí. Entonces pensé que si no era una casualidad ni un azar objetivo, si no me encontraba ante un exceso de sentido que no sé desentrañar, lo que debía ocurrir es que el hilo familiar que estaba antes y fuera del lenguaje entraba en él para coserme a una parte de la literatura que admiro. Y que ya lo había escrito, sin saber que lo escribía, en el poema que cierra mi primer libro.

Era 1997 y yo no imaginaba que el hilo de la voz y el hilo atroz serían parte del texto – tejido que hilaba este poema:

 

Podría ahora,
mientras un hombre duerme aquí a mi orilla,
remontarme por el río de la sangre
hasta la piedra primera de mi especie,
hasta el vértigo inicial de una mujer
ceñida por los signos,
apenas comprensibles,
que fueron roturados en su cuerpo.
Mi madre, y la suya, y la suya de la suya,
se agachan despacio y miran silenciosas,
se acuclillan despacio.
La mujer que es primera de mi genealogía
calienta en su entraña aquello que rezumo:
la tintura más roja de la sangre,
el ocre de la piel sobre sí vuelta
hasta alargar las manos y el deseo,
ese blanco sin adjetivos de las lágrimas
o la leche que nace por sí sola.
La palabra es una excrecencia más tardía,
no nos ha sido dada por igual,
ni siquiera en mi origen más cercano
se encuentra el don de hablar y conjurar la muerte.

Por eso estoy condenada a nombrarlas a todas.

 

Ni la abuela pantalonera ni el abuelo minero escribieron libros, pero cuando yo los escribo ellos traen los signos de lo que fueron y así me acompañan. Los libros entonces también retribuyen, porque están anudados íntimamente a la vida y no separados de ella, miran de frente a los ojos de la muerte y nos convocan de modo constante, para que seamos, para que ante ellos podamos desear no ser tierra baldía.

 

Gracias por permitirme decirlo.

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